Lucía o las palomas desaparecidas - Evelio Rosero

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Una mañana despertamos y vimos que las palomas habían desaparecido. Cuentan los últimos que las vieron que las palomas volaban desesperadas, trazando con gran violencia extraños jeroglíficos en el cielo, letras y palabras y después versos enteros, igual que un poema infinito que ninguno lograba entender, pues estaba pensado en un alfabeto desconocido. Aquello había sido un revuelo de plumas, una blanca llovizna de hielo.
  Y no supimos desde entonces de una sola paloma, ninguna paloma en ningún cielo.
  Lucía y yo nos preguntamos qué ocurriría con las palomas, a dónde se fueron, o quién las raptaría. El mundo resulta muy distinto sin palomas, sin sus pequeños cuerpos alados como pedazos de luz cruzando los pueblos. Jamás podremos olvidar a las palomas.
  Ver volar una paloma era como si voláramos, como cuando uno eleva una cometa y la cometa vuela lejos y uno cree que uno es la cometa, entre las nubes.
  Con Lucía solíamos pensar en las palomas, para no olvidarnos.
  —¿Cómo era que sonaba una paloma?
  Me pongo a imaginar una paloma con cara de Lucía, echándose a volar igual que una sonrisa por los cielos, largos los cabellos como alas. Pero no se lo cuento a Lucía. Solo sé que yo he pensado en Lucía como si fuera una paloma. La última paloma.
  A Lucía le gustaba tener palomas mensajeras. Las criaba en el techo de la casa, y les hablaba. Con ellas enviaba mensajes a muchas partes del mundo, y desde muchas partes del mundo le contestaban, llegaban mensajes nuevos para Lucía, traídos por otras palomas mensajeras. Ahora, como no hay palomas, no hay mensajes. Ningún mensaje atraviesa estos cielos.
  De verdad, este mundo se ha quedado sin palomas.
  —Las palomas lo dejaron —me dijo Lucía.
  ¿Por qué no dije que ella era la última paloma?
 

   Es de noche ahora y Lucía acaba de revelarme que también las estrellas se fueron, como las palomas. Se apagaron, intempestivas, como cuando se apaga una vela con un suspiro. No hay más estrellas en el cielo, a pesar de que miremos y miremos y los ojos se caigan de sueño.
  Y además la luna se ha ido. Lo que estamos viendo es una inmensa sábana negra. Se han ido las estrellas y la luna, deshabitándonos de luz. ¿Qué seguirá? Las noches sin estrellas y sin luna son noches sin ventanas. La luna era algo iluminado que teníamos desde que nacimos, y se ha ido, como si fuéramos nosotros mismos los que nos vamos lejos de nosotros, para siempre, y sin despedirnos.
  Y los pájaros, las aves, todas las aves marcharon, como las palomas. Las palomas fueron las primeras.
  «Lucía», pienso, «tú eres la última ave.» Pero no se lo digo a Lucía.
  ¿Por qué no se lo dije?
  Y se han ido las guitarras, y los espejos. No hemos extrañado tanto los espejos, pero sí las guitarras. Antes había una guitarra en cada casa, y de vez en cuando sonaba una canción; ahora no hay una sola guitarra en este pueblo. ¿Cómo eran las guitarras, cuál su quejido, su alarido, su alegría?
  Al contrario de los espejos, los gatos desaparecidos sí nos preocuparon. «Les llegó el paraíso a los ratones», dijo Lucía. Pero también los ratones habían desaparecido. Y los perros. Y se hicieron humo los caballos, sus relinchos, sus sudorosas carreras, y los conejos, todos ellos desaparecieron, se volatizaron, y desde otras partes del mundo supimos que desaparecieron los elefantes, los tigres y las jirafas, y en este mismo momento se están haciendo invisibles los micos, las ranas y las vacas, y los lápices, los papeles, los bombillos, las ventanas, los colores y sabores y hasta los bailes a solas, porque de pronto comprendemos que son muchas las cosas que hemos perdido, muchos los seres, acaso para siempre, y sin que supiéramos a qué horas, sin que nos diéramos cuenta, como si ya empezáramos a acostumbrarnos a que desaparezcan de nosotros las cosas que nunca antes desaparecieron. Así, han desaparecido los paseos a la montaña, los besos a escondidas, los árboles, las flores. A otros se les han desaparecido los relojes, las billeteras, y otros dicen que también han desaparecido los sombreros. «Busquen un sombrero y no lo encuentran», dicen.
  A mí no me importa. No me importan los sombreros desaparecidos, ni las chimeneas, ni las iglesias, ni las paredes, ni los cielos.
  Solo sé que también Lucía ha desaparecido.
  Desapareció Lucía y es como si el mundo entero se hubiera ido.
  Estaba cada vez más pensativa, más sola, parecía enferma, parecía ajena, o ida, o dormida, o sencillamente no parecía. No le era posible una vida sin luna, sin aves.
  Se fue a buscar a los que se fueron.
  Yo quiero buscarla, ahora; tiene que estar en algún lugar: el mundo está hecho de lugares, de modo que podré encontrarla en cualquier lugar, aunque la encuentre sola como antes, sin estrellas y sin luna, sin sus palomas mensajeras.
  Así empecé a caminar. Y mi afán por encontrarla era tanto que olvidé ponerme los zapatos.
 

  El primer día tuve un espejismo: creí verla, rodeada de palomas y de flores —la luna detrás, y las estrellas; unas gallinas picoteaban una calabaza; en las cuerdas de una guitarra un gato caminaba sonoramente; un perro negro perseguía su cola en círculos eternos. Lucía llevaba al cuello un collar de cerezas, y en su pelo resplandecía un manojo de lirios, ¿me arrojaba un pañuelo?
  Cuando eché a correr a ella, con los brazos abiertos, me di de narices contra un árbol, ¿no habían desaparecido los árboles? Comprendí que aquel árbol había decidido esperar a golpearme antes de desaparecer. Era un árbol burlón. Luego de golpearme desapareció por entero, como una verde risotada.
  «Adiós, Lucía —pensé sin esperanzas—. Acaso nunca pueda encontrarte.»
  Y vi que las montañas desaparecían, y la hierba, y cada desaparecimiento era un gran susto, como cuando uno descubre que hay un fantasma escondido debajo de la cama, ¿qué fantasma es?, y uno vuelve a asomarse y el fantasma sigue ahí, no desaparece, y no se trata de ninguna pesadilla, el fantasma sigue ahí, y, por el contrario, desaparecen la cama y las almohadas, uno mismo desaparece, y el fantasma sigue ahí, más real que nosotros.
  Vi que todo desaparecía, que tampoco yo estaba, que también yo había desaparecido, que era yo el desaparecido. Pero no, yo sí estaba. Era el sol el que no estaba: no pude verme porque la luz del sol había desaparecido, el sol entero se había ido. Fue como si el mundo se hubiera ido.
  Y sin el sol cómo encontrarte, Lucía.
  —Nos hará más frío —dijo una voz a mi lado. Escalofriado, entendí que era la voz de Lucía.
  —Lucía —dije, y repetí cientos de veces su nombre.
  A nuestro alrededor las voces del mundo deambulaban cogidas de la mano, para no extraviarse.
  —¿En dónde estabas? —le pregunté a Lucía.
  Me respondió que todo ese tiempo había estado buscándome, hasta encontrarme. Así me lo dijo:
  —Todo este tiempo he estado buscándote, hasta encontrarte.
  —Y yo te encontré cuando ya no lo creía —dije.
  Nos encontramos con Lucía cuando la tierra era un desierto a oscuras. Nos abrazamos y nos dormimos y soñamos lo mismo: soñamos que todo esto era un sueño. Que despertábamos y encontrábamos el mundo como antes, con palomas, con estrellas, con guitarras. Pero solo se trataba de un sueño. En realidad, la tierra misma había desaparecido. El silencio era una vasta planicie. Un abismo giraba alrededor. Extendí los brazos y no encontré a Lucía. Pensé que también Lucía había desaparecido y me espanté, como si en este mismo momento este libro desapareciera de tus manos.
  —Lucía —grité, y en eso una última estrella fugaz, como una alegría, como un destino, pintó de luz el universo, y entonces nos vimos con Lucía.
  Pudimos vernos con Lucía, nos miramos.
  Por lo menos nosotros no habíamos desaparecido.