Al pie del acantilado - Julio Ramón Ribeyro
Nosotros somos como la higuerilla, como esa
planta salvaje que brota y se multiplica en los lugares más amargos
y escarpados. Véanla como crece en el arenal, sobre el canto rodado,
en las acequias sin riego, en el desmonte, alrededor de los
muladares. Ella no pide favores a nadie, pide tan sólo un pedazo de
espacio para sobrevivir. No le dan tregua el sol ni la sal de los
vientos del mar, la pisan los hombres y los tractores, pero la
higuerilla sigue creciendo, propagándose, alimentándose de piedras
y de basura. Por eso digo que somos como la higuerilla, nosotros, la
gente del pueblo. Allí donde el hombre de la costa encuentra una
higuerilla, allí hace su casa porque sabe que allí podrá también
él vivir.
Nosotros la encontramos al fondo del barranco,
en los viejos baños de Magdalena. Veníamos huyendo de la ciudad
como bandidos porque los escribanos y los policías nos habían
echado de quinta en quinta y de corralón en corralón. Vimos la
planta allí, creciendo humildemente entre tanta ruina, entre tanto
patillo muerto y tanto derrumbe de piedras, y decidimos levantar
nuestra morada.
La gente decía que esos baños fueron famosos
en otra época, cuando los hombres usaban escarpines y las mujeres se
metían al agua en camisón. En ese tiempo no existían las playas de
Agua Dulce y La Herradura. Dicen también que los últimos
concesionarios del establecimiento no pudieron soportar la
competencia de las otras playas ni la soledad ni los derrumbes y que
por eso se fueron llevándose todo lo que pudieron: se llevaron las
puertas, las ventanas, todas las barandas y las tuberías. El tiempo
hizo lo demás. Por eso, cuando nosotros llegamos, sólo encontramos
ruinas por todas partes, ruinas y, en medio de todo, la higuerilla.
Al principio no supimos qué comer y vagamos por
la playa buscando conchas y caracoles. Después recogimos esos bichos
que se llaman muy-muy, los hervimos y preparamos un caldo lleno de
fuerza, que nos emborrachó. Más tarde, no recuerdo cuándo,
descubrimos a un kilómetro de allí una caleta de pescadores donde
mi hijo Pepe y yo trabajamos durante un buen tiempo, mientras
Toribio, el menor, hacía la cocina. De este modo aprendimos el
oficio, compramos cordeles, anzuelos y comenzamos a trabajar por
nuestra propia cuenta, pescando toyos, robalos, bonitos, que
vendíamos en la paradita de Santa Cruz.
Así fue como empezamos, yo y mis dos hijos, los
tres solos. Nadie nos ayudó. Nadie nos dio jamás un mendrugo ni se
lo pedimos tampoco a nadie. Pero al año ya teníamos nuestra casa en
el fondo del barranco y ya no nos importaba que allá arriba la
ciudad fuera creciendo y se llenara de palacios y de policías.
Nosotros habíamos echado raíces sobre la sal.
Nuestra vida fue dura, hay que decirlo. A veces
pienso que San Pedro, el santo de la gente del mar, nos ayudó. Otras
veces pienso que se rió de nosotros y nos mostró, a todo lo ancho,
sus espaldas.
Esa mañana que Pepe vino corriendo al terraplén
de la casa, con los pelos parados, como si hubiera visto al diablo,
me asusté. Él venía de las filtraciones de agua dulce que caen por
las paredes del barranco. Cogiéndome del brazo me arrastró hasta el
talud al pie del cual estaba nuestra casa y me mostró una enorme
grieta que llegaba hasta el nivel de la playa. No supimos cómo se
había hecho, ni cuándo, pero lo cierto es que estaba allí. Con un
palo exploré su profundidad y luego me senté a cavilar sobre el
pedregullo.
—¡Somos unos imbéciles! —maldije—. ¿Cómo
se nos ha ocurrido construir nuestra casa en este lugar? Ahora me
explico por qué la gente no ha querido nunca utilizar este
terraplén. El barranco se va derrumbando cada cierto tiempo. No será
hoy ni mañana, pero cualquier día de éstos se vendrá abajo y nos
enterrará como a cucarachas. ¡Tenemos que irnos de aquí!
Esa misma mañana recorrimos toda la playa,
buscando un nuevo refugio. La playa, digo, pero hay que conocer esta
playa: es apenas una pestaña entre el acantilado y el mar. Cuando
hay mar brava, las olas trepan por la ribera y se estrellan contra la
base del barranco. Luego subimos por la quebrada que lleva a la
ciudad y buscamos en vano una explanada. Es una quebrada estrecha
como un desfiladero, está llena de basura y los camioneros la van
cegando cuando la remueven para llevarse el hormigón.
La verdad es que yo empezaba a desesperar. Pero
fue mi hijo Pepe quien me dio la idea.
—¡Eso es! —dijo—. Debemos construir un
contrafuerte para contener el derrumbe. Pondremos unos cuartones de
madera, luego unos puntales para sostenerlos y así el paredón
quedará en pie.
El trabajo duró varias semanas. La madera la
arrancamos de las antiguas cabinas de baño que estaban ocultas bajo
las piedras. Pero cuando tuvimos la madera nos dimos cuenta que nos
faltaría fierro para apuntalar esa madera. En la ciudad nos
quisieron sacar un ojo de la cara por cada pedazo de riel. Allí
estaba el mar, sin embargo. Uno nunca sabe todo lo que contiene el
mar. Así como el mar nos daba la sal, el pescado, las conchas, las
piedras pulidas, el yodo que quemaba nuestra piel, también nos dio
fierros el mar.
Ya nosotros habíamos notado, desde que llegamos
a la playa, esos fierros negros que la mar baja mostraba, a cincuenta
metros de la orilla. Nos decíamos: «Algún barco encalló aquí
hace mucho tiempo». Pero no era así: fueron tres remolcadores que
fondearon, los que construyeron los baños, para formar un espigón.
Veinte años de oleaje habían volteado, hundido, removido, cambiado
de lugar esas embarcaciones. Toda la madera fue podrida y desclavada
(aún ahora varan algunas astillas), pero el fierro quedó allí,
escondido bajo el agua, como un arrecife.
—Sacaremos ese fierro —le dije a Pepe.
Muy de mañana nos metíamos desnudos al mar y
nadábamos cerca de las barcazas. Era peligroso porque las olas
venían de siete en siete y se formaban remolinos y se espumaban al
chocar contra los fierros. Pero fuimos tercos y nos desollamos las
manos durante semanas tirando a pulso o remolcando con sogas, desde
la playa unas cuantas vigas oxidadas. Después las raspamos, las
pintamos; después construimos, con la madera, una pared contra el
talud; después apuntalamos la pared con las vigas de fierro. De esta
manera el contrafuerte quedó listo y nuestra casa protegida contra
los derrumbes. Cuando vimos toda la mole apoyada en nuestra barrera,
dijimos:
—¡Que San Pedro nos proteja! Ni un terremoto
podrá contra nosotros.
Mientras tanto, nuestra casa se había ido
llenando de animales. Al comienzo fueron los perros, esos perros
vagabundos y pobres que la ciudad rechaza cada vez más lejos, como a
la gente que no paga alquiler. No sé por qué vinieron hasta aquí:
quizás porque olfatearon el olor a cocina o simplemente porque los
perros, como muchas personas, necesitan de un amo para poder vivir.
El primero llegó caminando por la playa, desde
la caleta de pescadores. Mi hijo Toribio, que es huraño y de poco
hablar, le dio de comer y el perro se convirtió en su lamemanos. Más
tarde descendió por la quebrada un perro lobo que se volvió bravo y
que nosotros amarrábamos a una estaca cada vez que gente extraña
bajaba a la playa. Luego llegaron juntos dos perritos escuálidos,
sin raza, sin oficio, que parecían dispuestos a cualquier nobleza
por el más miserable pedazo de hueso. También se instalaron tres
gatos atigrados que corrían por los barrancos comiendo ratas y
culebrillas.
A todos estos animales, al principio, los
rechazamos a pedradas y palazos. Bastante trabajo nos daba ya
mantener sano nuestro pellejo. Pero los animales siempre regresaban,
a pesar de todos los peligros, había que ver las gracias que hacían
con sus tristes hocicos. Por más duro que uno sea, siempre se
ablanda ante la humildad. Fue así como terminamos por aceptarlos.
Pero alguien más llegó en esos días: el
hombre que llevaba su tienda en un costal.
Llegó en un atardecer, sin hacer ruido, como si
ningún desfiladero tuviera secretos para él. Al principio creíamos
que era sordo o que se trataba de un imbécil porque no habló ni
respondió ni hizo otra cosa que vagar por la playa, recogiendo
erizos o reventando malaguas. Sólo al cabo de una semana abrió la
boca. Nosotros freíamos el pescado en la terraza y había un buen
olor a cocina mañanera. El extraño asomó desde la playa y quedó
mirando mis zapatos.
—Se los compongo —dijo.
Sin saber por qué se los entregué y en unos
pocos minutos, con un arte que nos dejó con la boca abierta, cambió
sus dos suelas agujereadas.
Por toda respuesta, le alcancé la sartén. El
hombre cogió una troncha con la mano, luego otra, luego una tercera
y así se tragó todo el pescado con tal violencia que una espina se
le atravesó en el pescuezo y tuvimos que darle miga de pan y
palmadas en el cogote para desatorarlo.
Desde esa vez, sin que yo ni mis hijos le
dijéramos nada, comenzó a trabajar para nuestra finca. Primero
compuso las cerraduras de las puertas, después afiló los anzuelos,
después construyó, con unas hojas de palmera, un viaducto que traía
hasta mi casa el agua de las filtraciones. Su costal parecía no
tener fondo porque de él sacaba las herramientas más raras y las
que no tenía las fabricaba con las porquerías del muladar. Todo lo
que estuvo malogrado lo compuso y de todo objeto roto inventó un
objeto nuevo. Nuestra morada se fue enriqueciendo, se fue llenando de
pequeñas y grandes cosas, de cosas que servían o de cosas que eran
bonitas, gracias a este hombre que tenía la manía de cambiarlo
todo. Y por este trabajo nunca pidió nada: se contentaba con una
troncha de pescado y con que lo dejáramos en paz.
Cuando llegó el verano, sólo sabíamos una
cosa: que se llamaba Samuel.
En los días del verano, el desfiladero cobraba
cierta animación. La gente pobre que no podía frecuentar las
grandes playas de arena bajaba por allí para tomar baños de mar. Yo
la veía cruzar el terraplén, repartirse por la orilla pedregosa y
revolcarse cerca de los erizos, entre las plumas de pelícano, como
en el mejor de los vergeles. Eran en su mayoría hijos de obreros,
muchachos de colegio fiscal en vacaciones o artesanos de los
suburbios. Todos se soleaban hasta la puesta del sol. Al retirarse
pasaban delante de mi casa y me decían:
—Su playa está un poco sucia. Debía hacerla
limpiar.
A mí no me gustan los reproches pero en cambio
me gustó que me dijeran su playa. Por eso me empeñé en poner un
poco de limpieza. Con Toribio pasé algunas mañanas recogiendo todos
los papeles, las cáscaras y los patillos que, enfermos, venían a
enterrar el pico entre las piedras.
—Muy bien —decían los bañistas—. Así
las cosas van mejor.
Después de limpiar la playa, levanté un
cobertizo para que los bañistas pudieran tener un poco de sombra.
Después Samuel construyó una poza de agua filtrada y cuatro gradas
de piedra en la parte más empinada del desfiladero. Los bañistas
fueron aumentando. Se pasaban la voz. Se decían: «Es una playa
limpia en donde nos dan hasta la sombra gratis». A mediados del
verano eran más de un centenar. Fue entonces cuando se me ocurrió
cobrarles un derecho de paso. En realidad, esto no lo había
planeado: se me vino así, de repente, sin que lo pensara.
—Es justo —les decía—. Les he hecho una
escalera, he puesto un cobertizo, les doy agua de beber y además
tienen que atravesar mi casa para llegar a la playa.
—Pagaríamos si hubiera un lugar donde
desvestirse —respondieron.
Allí estaban las antiguas cabinas de baño.
Quitamos el hormigón que las cubría y dejamos libres una docena de
casetas.
—Está todo listo —dije—. Cobro solamente
diez centavos por la entrada a la playa.
Los bañistas se rieron.
—Falta una cosa. Debe quitar esos fierros que
hay en el mar. ¿No se da cuenta que aquí no se puede nadar? Uno
tiene que contentarse con bañarse en la orilla. Así no vale la
pena.
—Sea. Los sacaremos —respondí.
Y a pesar de que había terminado el verano y
que los bañistas iban disminuyendo, me esforcé, con mi hijo Pepe,
en arrancar los fierros del mar. El trabajo ya lo conocíamos desde
que sacamos las vigas para el talud. Pero ahora teníamos que sacar
todos los fierros, hasta aquellos que habían echado raíces entre
las algas. Usando garfios y picotas, los atacamos desde todo sitio,
como si fueran tiburones. Llevábamos una vida submarina y extraña
para los forasteros que, durante el otoño, bajaban a veces por allí
para ver de más cerca la caída del crepúsculo.
—¡Qué hacen esos hombres! —se decían—.
Pasan horas sumergiéndose para traer a la orilla un poco de
chatarra.
En la lucha contra los fierros, Pepe parecía
haber empeñado su palabra de hombre. Toribio, en cambio, como los
forasteros, lo veía trabajar sin ninguna pasión. El mar no le
interesaba. Sólo tenía ojos para la gente que venía de la ciudad.
Siempre me preocupó la manera como los miraba, como los seguía y
como regresaba tarde, con los bolsillos llenos de chapas de botellas,
de bombillas quemadas y de otros adefesios en los cuales creía
reconocer la pista de una vida superior.
Cuando llegó el invierno, Pepe seguía luchando
contra los fierros del mar. Eran días de blanca bruma que llegaba de
madrugada, trepaba por el barranco y ocupaba la ciudad. De noche, los
faroles de la Costanera formaban halos y desde la playa se veía una
mancha lechosa que iba desde La Punta hasta el Morro Solar. Samuel
respiraba mal en esa época y decía que la humedad lo estaba
matando.
—En cambio a mí me gusta la neblina —le
decía yo—. De noche hay buen temperamento y se goza tirando del
cordel.
Pero Samuel tosía y una tarde anunció que se
trasladaría a la parte alta del barranco, a esa explanada que los
camioneros, a fuerza de llevarse el hormigón, habían cavado en
pleno promontorio. A ese lugar comenzó a trasladar las piedras de su
nueva habitación. Las escogía en la playa, amorosamente, por su
forma y su color, las colocaba en su costal y se iba cuesta arriba,
canturreando, parándose cada diez pasos para resollar. Yo y mis
hijos contemplábamos, asombrados, ese trabajo. Nos decíamos: Samuel
es capaz de limpiar de piedras toda la orilla del mar.
La primera migración de aves guaneras pasó
graznando por el horizonte: Samuel levantaba ya las paredes de su
casa. Pepe, por su parte, había casi terminado su trabajo. Tan sólo
a ochenta metros de la orilla quedaba el armazón de una barcaza
imposible de remover.
—Con ésa no te metas —le decía—. Una
grúa sería necesario para sacarla.
Sin embargo, Pepe, después de la pesca y del
negocio, nadaba hasta allí, hacía equilibrio sobre los fierros y
buceaba buscando un punto donde golpear. Al anochecer, regresaba
cansado y decía:
—Cuando no quede un solo fierro vendrán
cientos de bañistas. Entonces sí que lloverá plata sobre nosotros.
Es raro: yo no había notado nada, ni siquiera
había tenido malos sueños. Tan tranquilo estaba que, al volver de
la ciudad, me quedé en la parte alta del desfiladero, conversando
con Samuel, que ponía el techo de su casa.
—¡Ya vendrán! —me dijo Samuel, señalando
unas piedras que había tiradas por el suelo—. Hoy día he visto
gente rondando por aquí. Han dejado esas piedras como señal. Mi
casa es la primera pero pronto me imitarán.
—Mejor —le respondí—. Así no tendré que
ir hasta la ciudad a vender el pescado.
Al oscurecer, bajé a mi casa. Toribio daba
vueltas por el terraplén y miraba hacia el mar. El sol se había
puesto hacía rato y sólo quedaba una línea naranja, allá muy
lejos, una línea que pasaba detrás de la isla San Lorenzo e iba
hacia los mares del norte. Quizás ésa era la advertencia, la que yo
en vano había esperado.
—No veo a Pepe —me dijo Toribio—. Hace
rato que entró pero no lo veo. Fue nadando con la sierra y la
picota.
En ese momento sentí miedo. Fue una cosa
violenta que me apretó la garganta, pero me dominé.
—Quizás esté buceando —dije.
—No podría aguantar tanto rato bajo el agua
—respondió Toribio.
Volví a sentir miedo. En vano miraba hacia el
mar, buscando el esqueleto de la barcaza. Tampoco vi la línea
naranja. Grandes tumbos venían y se enroscaban y chocaban contra la
base del terraplén.
Para darme tiempo, dije:
—A lo mejor se ha ido nadando hacia la caleta.
—No —respondió Toribio—. Lo vi ir hacia
la barcaza. Varias veces sacó la cabeza para respirar. Después se
puso el sol y ya no vi nada.
En ese momento me comencé a desvestir, cada vez
más rápido, más rápido, arrancando los botones de mi camisa, los
pasadores de mis zapatos.
—¡Anda a buscar a Samuel! —grité, mientras
me zambullía en el agua.
Cuando comencé a nadar ya todo estaba negro:
negro el mar, negro el cielo, negra la tierra. Yo iba a ciegas,
estrellándome contra las olas, sin saber lo que quería. Apenas
podía respirar. Corrientes de agua fría me golpeaban las piernas y
yo creía que eran los toyos buscando la carnaza. Me di cuenta que no
podía seguir porque no podía ver nada y porque en cualquier momento
me tropezaría contra los fierros. Me di la vuelta, entonces, casi
con vergüenza. Mientras regresaba, las luces de la Costanera se
encendieron, todo un collar de luces que parecía envolverme y supe
en ese momento lo que tenía que hacer. Al llegar a la orilla ya
estaba Samuel esperándome.
—¡A la caleta! —le grité—. ¡Vamos a la
caleta!
Ambos empezamos a correr por la playa oscura.
Sentí que mis pies se cortaban contra las piedras. Samuel se paró
para darme sus zapatos pero yo no quería saber nada y lo insulté.
Yo sólo miraba hacia adelante, buscando las luces de los pescadores.
Al fin me caí de cansancio y me quedé tirado en la orilla. No podía
levantarme. Comencé a llorar de rabia. Samuel me arrastró hasta el
mar y me hundió varias veces en el agua fría.
—¡Falta poco, papá Leandro! —decía—.
Mira, allí se ven las luces.
No sé cómo llegamos. Algunos pescadores se
habían hecho ya a la mar. Otros estaban listos para zarpar.
—¡De rodillas se lo pido! —grité—.
¡Nunca les he pedido un favor, pero esta vez se lo pido! Pepe, el
mayor, hace una hora que no sale del mar. ¡Tenemos que ir a
buscarlo!
Tal vez hay una manera de hablarle a los
hombres, una manera de llegar hasta su corazón. Me di cuenta, esta
vez, que todos estaban conmigo. Me rodearon para preguntarme, me
dieron pisco de beber. Luego dejaron en la playa sus redes y sus
cordeles. Los que acababan de entrar regresaron cuando escucharon los
gritos. En once barcas entramos. Íbamos en fila hacia Magdalena, con
las antorchas encendidas, alumbrando la mar.
Cuando llegamos a la barcaza, la rodeamos
formando un círculo. Mientras unos sostenían las antorchas, otros
se lanzaron al agua. Estuvimos buceando hasta medianoche. La luz no
llegaba al fondo del mar. Chocábamos bajo el agua, nos rasguñamos
contra los fierros pero no encontramos nada, ni la picota ni su gorra
de marinero. Ya no sentía cansancio, quería seguir buscando hasta
la madrugada. Pero ellos tenían razón.
—La resaca lo debe haber jalado —decían—.
Hay que buscarlo más allá de los bancos.
Primero entramos, luego salimos. Samuel tenía
una pértiga que hundía en el mar cada vez que creía ver algo.
Seguimos dando vueltas en fila. Me sentía mareado y como idiota, tal
vez por el pisco que bebí. Cuando miraba hacia los barrancos, veía
allá arriba, tras la baranda del malecón, faros de automóviles y
cabezas de gente que miraban. Entonces me decía: «¡Malditos los
curiosos! Creen que celebramos una fiesta, que encendemos antorchas
para divertirnos». Claro, ellos no sabían que yo estaba hecho
pedazos y que hubiera sido capaz de tragarme toda el agua del mar
para encontrar el cadáver de mi hijo.
—¡Antes que lo muerdan los toyos! —me
repetía, muy despacito—. ¡Antes que lo muerdan!
Para qué llorar, si las lágrimas ni matan ni
alimentan. Como dije delante de los pescadores:
—El mar da, el mar también quita.
Yo no quise verlo. Alguien lo descubrió,
flotando vientre arriba, sobre el mar soleado. Ya era el día
siguiente y nosotros vagábamos por la orilla. Yo había dormido un
rato sobre las piedras hasta que el sol del mediodía me despertó.
Después fuimos caminando hacia La Perla y cuando regresábamos, una
voz gritó: «¡Allá está!». Algo se veía, algo que las olas
empujaban hacia la orilla.
—Ése es —dijo Toribio—. Allí está su
pantalón.
Entraron varios hombres al mar. Yo los vi que
iban cortando las olas bravas y los vi casi sin pena. En verdad
estaba agotado y no podía siquiera conmoverme. Lo fueron jalando
entre varios, lo traían así, hinchado, hacia mí. Después me
dijeron que estaba azul y que lo habían mordido los toyos. Pero yo
no lo vi. Cuando estaba cerca, me fui sin voltear la cabeza. Sólo
dije, antes de partir:
—Que lo entierren en la playa, al pie de las
campanillas. (Él siempre quiso estas flores del barranco que son,
como el geranio, como el mastuerzo, las flores pobres, las que nadie
quiere ni para su entierro).
Pero no me hicieron caso. Se le enterró al día
siguiente, en el cementerio de Surquillo.
Perder un hijo que trabaja es como perder una
pierna o como perder un ala para un pájaro. Yo quedé como lisiado
durante varios días. Pero la vida me reclamaba, porque había
muchísimo que hacer. Era época de mala pesca y el mar se había
vuelto avaro. Sólo los que tenían barca salían al mar y regresaban
ojerosos de mañana, cuatro bonitos en su red, apenas de qué hacer
un caldo.
Yo había roto a pedradas la estatua de San
Pedro pero Samuel la compuso y la colocó a la entrada de mi casa.
Debajo de la estatua puso una alcancía. Así, la gente que usaba mi
quebrada veía la estatua y, como eran pescadores, dejaban allí
cinco centavos, diez centavos. De eso vivimos hasta que llegó el
verano.
Digo verano porque a las cosas hay que ponerles
un nombre. En esta tierra todos los meses son iguales: quizás en una
época hay más neblina y en otra calienta más el sol. Pero, en el
fondo, todo es lo mismo. Dicen que vivimos en una eterna primavera.
Para mí, las estaciones no están en el sol ni en la lluvia sino en
las aves que pasan o en los peces que se van o que vuelven. Hay
épocas en las cuales es más difícil vivir, eso es todo.
Este verano fue difícil porque fue triste, sin
calor, y los bañistas apenas venían. Yo había puesto un letrero a
la entrada que decía: «Caballeros 20 centavos. Damas 10 centavos».
Pagaron, es verdad, pero eran muy pocos. Se zambullían un momento,
tiritaban y después se iban cuesta arriba, maldiciendo, como si yo
tuviera la culpa de que el sol no calentara.
—¡Ya no hay fierros! —les gritaba.
—Sí —me respondían—. Pero el agua está
fría.
Sin embargo, en este verano pasó algo
importante: en la parte alta del barranco comenzaron a levantar
casas.
Samuel no se había equivocado. Los que dejaron
piedras y muchos más vinieron. Llegaban solos o en grupos, miraban
la explanada, bajaban por el desfiladero, husmeaban por mi casa,
respiraban el aire del mar, volvían a subir, siempre mirando arriba
y abajo, señalando, cavilando, hasta que, de pronto, se ponían
desesperadamente a construir una casa con lo que tenían al alcance
de la mano. Sus casas eran de cartón, de latas chancadas, de
piedras, de cañas, de costales, de esteras, de todo aquello que
podía encerrar un espacio y separarlo del mundo. Yo no sé de qué
vivía esa gente, porque de pesca no entendía nada. Los hombres se
iban temprano a la ciudad o se quedaban tirados en las puertas de sus
cabañas, viendo volar los gallinazos. Las mujeres, en cambio,
bajaban a la orilla, en la tarde, para lavar la ropa.
—Usted ha tenido suerte —me decían—.
Usted sí que ha sabido escoger un lugar para su casa.
—Hace tres años que vivo aquí —les
respondía—. He perdido un hijo en el mar. Tengo otro que no
trabaja. Necesito una mujer que me caliente por las noches.
Todas eran casadas o amancebadas. Al comienzo no
me hacían caso. Después se reían conmigo. Yo puse un puesto de
bebidas y de butifarras, para ayudarme.
Y así pasó un año más.
Agosto es el mes de los vientos y los palomillas
corren por los potreros volando las cometas. Algunos se trepan a las
huacas para que sus cometas vuelen más alto. Yo siempre he mirado
este juego con un poco de pena porque en cualquier momento el hilo
puede romperse y la cometa, la linda cometa de colores y de larga
cola, se enreda en los alambres de la luz o se pierde en las azoteas.
Toribio era así: yo lo tenía sujeto apenas por un hilo y sentía
que se alejaba de mí, que se perdía.
Cada vez hablábamos menos. Yo me decía: «No
es mi culpa que viva en un barranco. Aquí por lo menos hay un techo,
una cocina. Hay gente que ni siquiera tiene un árbol donde
recostarse». Pero él no comprendía eso: sólo tenía los ojos para
la ciudad. Jamás quiso pescar. Varias veces me dijo: «No quiero
morir ahogado». Por eso prefería irse con Samuel a la ciudad. Lo
acompañaba por los balnearios, ayudándolo a poner vidrios, a
componer caños. Con los reales que ganaba se iba al cine o se
compraba revistas de aventuras. Samuel le enseñó a leer.
Yo no quería verlo vagar y le dije:
—Si tanto te gusta la ciudad, aprende un
oficio y vete a trabajar. Ya tienes dieciocho años. No quiero
mantener zánganos.
Esto era mentira: yo lo hubiera mantenido toda
mi vida, no sólo porque era mi hijo sino porque tenía miedo de
quedarme solo. Por la tarde no tenía con quién conversar y mis
ojos, cuando había luna, iban hacia los tumbos y buscaban la
barcaza, como si una voz me llamara desde adentro.
Una vez Toribio me dijo:
—Si me hubieras mandado al colegio ahora
sabría qué hacer y podría ganarme la vida.
Esa vez le pegué porque sus palabras me
hirieron. Estuvo varios días ausente. Después vino, sin decirme
nada, y pasó algún tiempo comiendo mi pan y durmiendo bajo el
cobertizo. Desde entonces, siempre se iba a la ciudad pero también
siempre volvía. Yo no quise preguntarle nada. Algo debía pasar,
cuando regresaba. Samuel me lo hizo notar: venía por Delia, la hija
del sastre.
A la Delia varias veces la había invitado a
sentarse en el terraplén, para tomar una limonada. Yo la había
distinguido entre las mujeres que bajaban porque era redonda, zumbona
y alegre como una abeja. Pero ella no me miraba a mí, miraba a
Toribio. Es verdad que yo podía pasar por su padre, que estaba
reseco como metido en salmuera y que me había arrugado todo de tanto
parpadear en la resolana.
Se veían a escondidas en los tantos recovecos
del lugar, detrás de las enredaderas, en las grutas de agua
filtrada, porque lo que tenía que suceder sucedió. Un día Toribio
se fue, como de costumbre, pero la Delia se fue con él. El sastre
bajó rabioso, me amenazó con la policía, pero terminó por echarse
a llorar. Era un pobre viejo, sin vista ya, que hacía remiendos para
la gente de la barriada.
—A mi hijo lo he crecido sano —le dije, para
consolarlo—. Ahora no sabe nada pero la vida le enseñará a
trabajar. Además, se casarán, si se entienden, como lo manda Dios.
El sastre quedó tranquilo. Me di cuenta que la
Delia era un peso para él y que toda su gritería había sido puro
detalle. Desde ese día me mandaba con las lavanderas una latita para
que le diera un poco de sopa.
Verdad que es triste quedarse solo, así,
mirando a sus animales. Dicen que hablaba con ellos y con mi casa y
que hasta con el mar hablaba. Pero quizás sea mentira de la gente o
envidia. Lo único cierto es que cuando venía de la ciudad y bajaba
hacia la playa, gritaba fuerte, porque me gustaba escuchar mi voz por
el desfiladero.
Yo mismo me hacía toda: pescaba, cocinaba,
lavaba mi ropa, vendía el pescado, barría el terraplén. Tal vez
fue por eso que la soledad me fue enseñando muchas cosas como, por
ejemplo, a conocer mis manos, cada una de sus arrugas, de sus
cicatrices, o a mirar las formas del crepúsculo. Esos crepúsculos
del verano, sobre todo, eran para mí una fiesta. A fuerza de
mirarlos pude adivinar su suerte. Pude saber qué color seguiría a
otro o en qué punto del cielo terminaría por ennegrecerse una nube.
A pesar de mi mucho trabajo, me sobraba el
tiempo, el tiempo de la conversación. Fue entonces cuando me dije
que era necesario construir una barca. Por eso hice bajar a Samuel,
para que me ayudara. Juntos íbamos hasta la caleta y mirábamos los
barcos de los otros. Él hacía dibujos. Después me dijo qué madera
necesitábamos. Hablamos mucho en aquella época. Él me preguntaba
por Toribio y me decía: «Buen chico, pero ha hecho mal en meterse
con una mujer. Las mujeres, ¿para qué sirven? Ellas nos hacen
maldecir y nos meten el odio en los ojos».
La barca iba avanzando: construimos la quilla.
Era gustoso estarse en la orilla, fumando, contando historias y
haciendo lo que me haría señor del mar. Cuando las mujeres bajaban
a lavar la ropa —¡cada vez eran más!— me decían:
—Don Leandro, buen trabajo hace usted.
Nosotras necesitamos que se haga a la mar y nos traiga algo barato de
qué comer.
Samuel decía:
—¡Ya la explanada está llena! No entra una
persona más y siguen llegando. Pronto harán sus casas en el mismo
desfiladero y llegarán hasta donde revientan las olas.
Esto era verdad: como un torrente descendía la
barriada.
Si la barca quedó a medio hacer fue porque en
ese verano pasaron algunas cosas extrañas.
Fue un buen verano, es cierto, lleno de gente
que bajó, se puso roja, se despellejó con el sol y luego se puso
negra. Todos pagaron su entrada y yo vi por primera vez que la plata
llovía, como dijera mi hijo Pepe, el finado. Yo la guardaba en dos
canastas, bajo mi cama, y cerraba la puerta con doble candado.
Digo que en ese verano pasaron algunas cosas
extrañas. Una mañana, cuando Samuel y yo trabajábamos en la barca,
vimos tres hombres, con sombrero, que bajaban por el barranco con los
brazos abiertos, haciendo equilibrio para no caerse. Estaban
afeitados y usaban zapatos tan brillantes que el polvo resbalaba y
les huía. Eran gentes de la ciudad.
Cuando Samuel los vio, noté que su mirada se
acobardaba. Bajando la cabeza, quedó observando fijamente un pedazo
de madera, no sé para qué, porque allí no había nada que mirar.
Los hombres cruzaron por mi casa y bajaron a la
playa. Dos de ellos estaban cogidos del brazo y el otro les hablaba
señalando los barrancos. Así estuvieron paseándose varios minutos,
de un extremo a otro, como si estuvieran en el pasillo de una
oficina. Al fin uno de ellos se acercó a mí y me hizo varias
preguntas. Luego se fueron por donde habían venido, en fila,
ayudándose unos a otros a salvar los parajes difíciles.
—Esa gente no me gusta —dije—. Tal vez
vienen a cobrarme algún impuesto.
—A mí tampoco —dijo Samuel—. Usan tongo.
Mala señal.
Desde ese día Samuel quedó muy intranquilo.
Cada vez que alguien bajaba por el desfiladero, miraba hacia arriba y
si era algún extraño, sus manos temblaban y comenzaba a sudar.
—Me va a dar la terciana —decía, secándose
el sudor.
Falso: era de miedo que temblaba. Y con razón,
porque algún tiempo después se lo llevaron.
Yo no lo vi. Dicen que fueron tres policías y
un patrullero que aguardaba arriba, en la Pera del Amor. Me contaron
que bajó corriendo hacia mi casa y que a mitad del desfiladero, él,
que nunca daba un paso en falso, resbaló sobre el canto rodado. Los
cachacos le cayeron encima y se lo llevaron, torciéndole el brazo y
dándole de varillazos.
Esto fue un gran escándalo porque nadie sabía
qué había pasado. Unos decían que Samuel era un ladrón. Otros,
que hacía muchos años había puesto una bomba en casa de un
personaje. Como nosotros no comprábamos periódicos no supimos nada
hasta varios días después cuando, de casualidad, cayó uno en
nuestras manos: Samuel, hacía cinco años, había matado a una mujer
con un formón de carpintero. Ocho huecos le hizo a esa mujer que lo
engañó. No sé si sería verdad o si sería mentira pero lo cierto
es que si no se hubiera resbalado, si hubiera llegado corriendo hasta
mi casa, a mordiscos hubiera abierto una cueva en el acantilado para
esconderlo o lo habría escondido bajo las piedras. Samuel era bueno
conmigo. No me importa qué hizo con los demás.
El perro alemán, que siempre había vivido a su
lado, bajó a mi casa y anduvo aullando por la playa. Yo acariciaba
su lomo espeso y comprendía su pena y le añadía la mía. Porque
todo se iba de mí, todo, hasta la barca que vendí, porque no sabía
cómo terminarla. Viejo loco era yo, viejo loco y cansado, pero para
qué, me gustaba mi casa y mi pedazo de mar. Miraba la barrera,
miraba el cobertizo de estera, miraba todo lo que habían hecho mis
manos o las manos de mi gente y me decía: «Esto es mío. Aquí he
sufrido. Aquí debo morir».
Sólo me faltaba Toribio. Pensaba que algún día
habría de venir, no importa cuándo, porque los hijos siempre
terminan por venir aunque sea para ver si ya estamos lo bastante
viejos y si nos falta poco para morirnos. Toribio vino justamente
cuando yo había empezado a construir un cuarto grande para él, un
lindo cuarto con ventana hacia el mar.
Estaba huesudo y pálido, con esa cara madura
que tienen los muchachos que comen mal y no saben qué hacer de su
vida.
—Dame quinientos soles —me dijo—. He
perdido un hijo y no quiero que me pase lo mismo con el que ha de
venir.
Luego se fue. Yo no quise retenerlo pero seguí
construyendo su cuarto. Lo fui pintando con mis propias manos. Cuando
me cansaba, subía a la barriada y conversaba con la gente. Trataba
de hacer amigos pero todos me recelaban. Es difícil hacer amigos
cuando se es viejo y se vive solo. La gente dice: «Algo malo tendrá
ese hombre cuando está solo». Los pobres chicos, que no saben nada
del mundo, me seguían a veces para tirarme piedras. Es verdad: un
hombre solo es como un cadáver, como un fantasma que camina entre
los vivos.
Esos señores del sombrero y de los zapatos de
charol vinieron varias veces más y se pasearon por la playa. Yo no
los quería porque los hacía responsables de la suerte de Samuel. Un
día les dije:
—El que me ayudaba a hacer la barca era un
buen cristiano. Hicieron mal ustedes en delatarlo. Razones tendría
para matar a su mujer.
Ellos se echaron a reír.
—Se confunde usted. Nosotros no somos
policías. Nosotros somos de la municipalidad.
Debían serlo porque poco después llegó la
notificación. De la barriada bajó una comisión para mostrármela.
Estaban muy alborotados. Ahora sí me trataban bien y me llamaban
«Papá Leandro». Claro, yo era el más viejo del lugar y el más
ducho y sabían que los sacaría del apuro. En el papel decía que
todos los habitantes del desfiladero debían salir de allí en el
plazo de tres meses.
—¡Arréglenselas ustedes! —dije—. Lo que
es a mí, nadie me saca de aquí. Yo tengo siete años en el lugar.
Tanto me rogaron que terminé por hacerles caso.
—Buscaremos un abogado —dije—. Esta tierra
no es de nadie. No pueden sacarnos.
Cuando el abogado vino, nos reunimos en mi casa.
Era un señor bajito, que usaba lentes, sombrero y un maletín
gastado, lleno de papeles.
—La municipalidad quiere construir un nuevo
establecimiento de baños —dijo—. Necesitan, por eso, que
despejen todo el barranco, para hacer una nueva bajada. Pero esta
tierra es del Estado. Nadie los sacará de aquí.
Enseguida nos hizo dar cincuenta soles a cada
jefe de familia y se fue con unos papeles que firmamos. Todos me
felicitaban. Me decían:
—¡No sabemos qué nos haríamos sin usted!
En verdad, el abogado nos dio coraje y nosotros
estábamos felices.
—Nadie —decíamos—. Nadie nos sacará de
aquí. Esta tierra es del Estado.
Así pasaron varias semanas. Los hombres de la
municipalidad no regresaron. Yo había acabado con el cuarto de
Toribio y le había puesto vidrios en la ventana. El abogado siempre
venía para arengarnos y hacernos firmar papeles. Yo me pavoneaba
entre la gente de la barriada, y les decía:
—¿Ven? ¡No hay que despreciar nunca a los
viejos! Si no fuera por mí ya estarían ustedes clavando sus esteras
en el desierto.
Sin embargo, en la primera mañana del invierno,
un grupo bajó corriendo por la quebrada y entró gritando en mi
casa.
—¡Ya están allí! ¡Ya están allí!
—decían, señalando hacia arriba.
—¿Quiénes? —pregunté.
—¡La cuadrilla! ¡Han comenzado a abrirse
camino!
Yo subí en el acto y llegué cuando los obreros
habían echado abajo la primera vivienda. Traían muchas máquinas.
Se veían policías junto a un hombre alto y junto a otro más bajo,
que escribía en un grueso cuaderno. A este último lo reconocí:
hasta nuestras cabañas también llegaban los escribanos.
—Son órdenes —decían los obreros, mientras
destruían las paredes con sus herramientas—. Nosotros no podemos
hacer nada.
Es verdad, se les veía trabajar con pena, entre
una nube de polvo.
—¿Órdenes de quién? —pregunté.
—Del juez —respondieron, señalando al
hombre alto.
Yo me acerqué a él. Los policías quisieron
contenerme pero el juez les indicó que me dejaran pasar.
—Aquí hay una equivocación —dije—.
Nosotros vivimos en tierras del Estado. Nuestro abogado dice que de
aquí nadie puede sacarnos.
—Justamente —dijo el juez—. Los sacamos
porque viven en tierras del Estado.
La gente comenzó a gritar. Los policías
formaron un cordón alrededor del juez mientras el escribano, como si
nada pasara, miraba con calma el cielo, el paisaje, y seguía
escribiendo en su cuaderno.
—Ustedes deben tener parientes —decía el
juez—. Los que se queden hoy sin casa, métanse donde sus
parientes. Esto después se arreglará. Lo siento mucho, créanme. Yo
haré algo por ustedes.
—¡Por lo menos, déjenos llamar a nuestro
abogado! —dije yo—. Que no hagan nada los obreros hasta que no
llegue nuestro abogado.
—Pueden llamarlo —contestó el juez—. Pero
los trabajos deben continuar.
—¿Quién viene conmigo a la ciudad?
—pregunté.
Varios quisieron venir pero yo elegí a los que
tenían camisa. Fuimos en un taxi hasta el centro de la ciudad y
subimos las escaleras en comisión. El abogado estaba allí. Primero
no nos reconoció pero después se puso a gritar.
—¡Los juicios se ganan o se pierden! Yo no
tengo ya nada que ver. Esto no es una tienda donde se devuelve la
plata si el producto está malo. Ésta es la oficina de un abogado.
Discutimos largo rato pero al final tuvimos que
regresar. En el camino no hablábamos, no sabíamos qué decir.
Cuando llegamos al barranco, ya el juez se había ido pero seguían
allí los policías. La gente de la barriada nos recibió furiosa.
Algunos decían que yo tenía la culpa de todo, que tenía mis
entendimientos con el abogado. Yo no les hice caso. Había visto que
la casa de Samuel, la primera que hubo en el lugar, había caído
abajo y que sus piedras estaban tiradas por el suelo. Reconocí una
piedra blanca, una que estuvo mucho tiempo en la orilla, cerca de mi
casa. Cuando la recogí, noté que estaba rajada. Era extraño: esa
piedra que durante años el mar había pulido, había redondeado,
estaba ahora rajada. Sus pedazos se separaron entre mis manos y me
fui bajando hacia mi casa, mirando un pedazo y luego el otro,
mientras la gente me insultaba y yo sentía unas ganas terribles de
llorar.
—¡Allá ellos! —me dije en los días
siguientes—. ¡Que los aplasten, que los revienten! Lo que es a mi
casa no llegarán fácilmente las máquinas. ¡Hay mucho barranco que
rebanar!
Era verdad: la cuadrilla trabajaba sin prisa.
Cuando no había vigilancia, dejaban sus herramientas y se ponían a
fumar, a conversar.
—Es una pena —decían—. Pero son órdenes.
A pesar de los insultos, a mí también me daba
pena. Fue por eso que no subí, para no ver la destrucción. Para ir
a la ciudad usaba el desfiladero de La Pampilla. Allí me encontraba
con los pescadores y les decía:
—Están echando la barriada contra el mar.
Ellos se contentaban con responder:
—Es un abuso.
Nosotros lo sabíamos, claro, pero ¿qué
podíamos hacer? Estábamos divididos, peleados, no teníamos un
plan, cada cual quería hacer lo suyo. Unos querían irse, otros
protestar. Algunos, los más miserables, los que no tenían trabajo,
se enrolaron en la cuadrilla y destruyeron sus propias viviendas.
Pero la mayoría fue bajando por el barranco.
Levantaban su casa a veinte metros de los tractores para, al día
siguiente, recoger lo que quedaba de ella y volverla a levantar diez
metros más allá. De esta manera la barriada se venía sobre mí,
caía todos los días un trecho más abajo, de modo que me parecía
que tendría pronto que llevarla sobre mis hombros. A las cuatro
semanas que empezaron los trabajos, la barriada estaba a las puertas
de mi casa, deshecha, derrotada, llena de mujeres y de hombres
polvorientos que me decían, por encima del barandal:
—¡Don Leandro, tenemos que pasar al
terraplén! Nos quedaremos allí hasta que encontremos otra cosa.
—¡No hay sitio! —les respondía—. Ese
cuarto grande que ven allí es para mi hijo Toribio, que vendrá con
la Delia. Además, ustedes nunca me han dado la mano. ¡Reviéntense
ahora! ¡Al desierto, a pudrirse!
Pero esto era injusto. Yo sabía muy bien que
las cabinas de baños para mujeres, que eran de madera, y las cabinas
de estera para los hombres, podrían albergar a los que huían. Esta
idea me daba vueltas por la cabeza. Como era invierno, las casetas
estaban abandonadas. Pero yo no quería decir nada, quizás para que
conocieran a fondo el sufrimiento. Al fin no pude más.
—Que pasen las mujeres que están encinta
(casi todas lo estaban pues en las barriadas secas, entre tanta cosa
marchita, lo único que siempre florece y está siempre a punto de
madurar son los vientres de nuestras mujeres). ¡Que se metan en los
nichos de madera y que aguanten allí!
Las mujeres pasaron. Pero al día siguiente tuve
que dejar pasar a los niños y después a los hombres porque la
cuadrilla seguía avanzando, con paciencia, es verdad, pero con un
ruido terrible de máquinas y de farallones que caían. Mi casa se
llenó de voces y de disputas. Los que no tenían sitio se fueron a
la playa. Todo parecía un campamento de gente sin esperanza, de
personas que van a ser fusiladas.
Allí estuvimos una semana, no sé para qué,
puesto que sabíamos que habrían de llegar. Una mañana la cuadrilla
apareció detrás de la baranda, con toda su maquinaria. Cuando nos
vieron, quedaron inmóviles, sin saber qué hacer. Nadie se decidía
a dar el primer golpe de barreta.
—¿Quieren echarnos al mar? —dije—. De
aquí no pasarán. Todos saben muy bien que ésta es mi casa, que
ésta es mi playa, que éste es mi mar, que yo y mis hijos lo hemos
limpiado todo. Aquí vivo desde hace siete años y los que están
conmigo, todos, son como mis invitados.
El capataz quiso convencerme. Después vino el
ingeniero. Nosotros nos mantuvimos firmes. Éramos más de cincuenta
y estábamos armados con todas las piedras del mar.
—No pasarán —decíamos, mirándonos con
orgullo.
Durante todo el día las máquinas estuvieron
paradas. A veces bajaba el capataz, a veces subíamos nosotros para
parlamentar. Al fin, el ingeniero dijo que llamaría al juez.
Nosotros pensamos que ocurriría un milagro.
El juez vino al día siguiente, acompañado de
los policías y otros señores. Apoyado en la baranda, nos habló.
—Yo voy a arreglar esto —dijo—. Créanme,
lo siento mucho. No pueden echarlos al mar, es evidente. Vamos a
conseguirles un lugar donde vivir.
—Miente —dije más tarde a los míos—. Nos
engañarán. Terminarán por tirarnos a una zanja.
Esa noche deliberamos hasta tarde. Algunos
comenzaban a flaquear.
—Tal vez nos consigan un buen terreno —decían
los que tenían miedo—. Además los policías están con sus varas,
con sus fusiles y nos pueden abalear.
—¡No hay que ceder! —insistía yo—. Si
nos mantenemos unidos, no nos sacarán de aquí.
El juez regresó.
—¡Los que quieran irse a la Pampa de Comas
que levanten la mano! —dijo—. He conseguido que les cedan veinte
lotes de terreno. Vendrán dos camiones para recogerlos. Es un favor
que les hace la municipalidad.
En ese momento me sentí perdido. Supe que todos
me iban a traicionar. Quise protestar pero no me salía la voz. En
medio del silencio vi que se levantaba una mano, luego otra, luego
otra y pronto todo no fue más que un pelotón de manos en alto que
parecían pedir una limosna.
—¡Adonde van no hay agua! —grité—. ¡No
hay trabajo! ¡Tendrán que comer arena! ¡Tendrán que dejarse matar
por el sol!
Pero nadie me hizo caso. Ya habían comenzado a
enrollar sus colchones, rápidamente, afanosos, como si temieran
perder esa última oportunidad. Toda la tarde estuvieron desfilando
cuesta arriba, por la quebrada. Cuando el último hombre desapareció,
me paré en medio del terraplén y me volví hacia la cuadrilla, que
descansaba detrás de la baranda. La miré largo rato, sin saber qué
decirle, porque me daba cuenta que me tenían lástima.
—Pueden comenzar —dije al fin, pero nadie me
hizo caso.
Cogiendo una barreta, añadí:
—Miren, les voy a dar el ejemplo.
Algunos se rieron. Otros se levantaron.
—Ya es tarde —dijeron—. Ha terminado la
jornada. Vendremos mañana.
Y se fueron, ellos también, dejándome
humillado, señor aún de mis pobres pertenencias.
Ésa fue la última noche que pasé en mi casa.
Me fui de madrugada para no ver lo que pasaba. Me fui cargando todo
lo que pude, hacia Miraflores, seguido por mis perros, siempre por la
playa, porque yo no quería separarme del mar. Andaba a la deriva,
mirando un rato las olas, otro rato el barranco, cansado de la vida,
en verdad, cansado de todo, mientras iba amaneciendo.
Cuando llegué al gran colector que trae las
aguas negras de la ciudad, sentí que me llamaban. Al voltear la
cabeza divisé a una persona que venía corriendo por la orilla. Era
Toribio.
—¡Sé que los han botado! —dijo—. He
leído los periódicos. Quise venir ayer pero no pude. La Delia
espera en el terraplén con nuestros bultos.
—Anda vete —respondí—. No te necesito. No
me sirves para nada.
Toribio me cogió del brazo. Yo miré su mano y
vi que era una mano gastada, que era ya una verdadera mano de hombre.
—Tal vez no sirva para nada pero tú me
enseñarás.
Yo continuaba mirando su mano.
—No tengo nada que enseñarte —dije—. Te
espero. Ve por la Delia.
Había bastante luz cuando los tres caminábamos
por la playa. Buen aire se respiraba pero andábamos despacio porque
la Delia estaba encinta. Yo buscaba, buscaba siempre, por uno y otro
lado, el único lugar. Todo me parecía tan seco, tan abandonado. No
crecía ni la campanilla ni el mastuerzo. De pronto, Toribio que se
había adelantado, dio un grito:
—¡Mira! ¡Una higuerilla!
Yo me acerqué corriendo: contra el acantilado,
entre las conchas blancas, crecía una higuerilla. Estuve mirando
largo rato sus hojas ásperas, su tallo tosco, sus pepas preñadas de
púas que hieren la mano de quien intenta acariciarlas. Mis ojos
estaban llenos de nubes.
—¡Aquí! —le dije a Toribio—. ¡Alcánzame
la barreta!
Y escarbando entre las piedras, hundimos el
primer cuartón de nuestra nueva vivienda.
(Huamanga, 1959)