Solo ciertos enigmas - Marcelo Birmajer

22:39 0 Comments A+ a-

1


  Cuando el señor Tures me dijo que su esposa no se dejaba dar por el culo, lo primero que le pedí fue que se bajara los pantalones. No le extrañó la exigencia, pues quien ingresa a mi despacho tiene claro que, sin ver las evidencias, no puedo resolver caso alguno. El motivo por el que le pedía que se desvistiera de cintura para abajo era comprobar el tamaño de su miembro, puesto que su esposa, aunque no aducía las causas, podía estar temiendo, en silencio, que un tamaño desproporcionado le rompiera el ano o le provocara más perjuicio que goce. El pedazo del señor Tures, al menos en descanso, no ameritaba un temor de tal naturaleza.
  Si bien es cierto que yo necesitaba atisbar los genitales del señor Tures, no era menos cierto que, por mi espejo secreto, al que ningún cliente tiene acceso, podía apreciar también las nalgas de mi nuevo y furtivo empleador. Tenía un culo redondo y lampiño. Siempre me había negado a las muchas ofertas para penetrar anos masculinos, pero debido al incremento de las mismas en los últimos meses, decidí que, de aceptar alguna vez semejante proposición —dado el cambio ontológico que significará para mi vida—, elegiría el mejor culo que hombre alguno pueda proporcionarme. Pensaba hacerlo una sola vez, y ésa debía ser, por única, la mejor comparada con todas las ofertas que me hiciesen. Reconozco que miré durante mucho más tiempo de lo que hubiera querido el culo casi femenino de mi pobre cliente, al punto que éste me llamó la atención, creyendo que me había distraído.
  —¿Entiende lo que le digo? —preguntó—. Estoy desesperado. El otro día, mientras dormíamos pegados (mi pene entre sus nalgas),
  su ano, en un acto reflejo, se abrió y cerró en un segundo, llamando desesperadamente. Le abrí las nalgas, acerqué la verga lo más que pude a ese ano ansioso, humedecí mi dedo en la saliva que me colmaba la boca y traté de entrar.
  El señor Tures calló, con el rostro crispado por la frustración.
  —¿Y entonces?
  —Y entonces despertó —siguió Tures angustiado—. El culo se le cerró como la cueva de Alí Baba cuando uno no conoce el «Ábrete, sésamo», ella se dio vuelta y me dijo que no la molestara.
  —¿Y usted?
  —Esperé a que volviera a dormirse. Ocupé la misma posición. El ano, como una luz intermitente que se expresara en clave Morse, volvió a abrirse y a cerrarse cual la boca ínfima del animal más sensual de la Tierra. Esta vez fui más osado, pero menos comprometido: me embadurné el dedo con un aceite de bayas que tenemos en casa y lo introduje lentamente, pasé de la uña y llegué casi hasta los segundos nudillos de los dedos. Escuché un gemido y el ano se cerró como una compuerta eléctrica. Noté tal apretón que, asustado, retiré el dedo, con tal brusquedad que la desperté. Ella se volvió hacia mí, desconcertada, y, sin mencionar siquiera lo que yo le había hecho, como si una pesadilla la hubiera despertado, salió de la cama.
  »"¿Adónde vas?", le pregunté.
  »"A1 baño", respondió sin aparentar molestia.
  »Esperé a que entrara al baño y la observé por la cerradura. Espié su placer. Supuse que tal vez la excitación la había enardecido sin que ella misma lo supiera, y acuné la loca fantasía de que quizás se dirigiera al baño para lubricarse con el aceite corporal que siempre tiene en la bañera. Pero no hizo más que sentarse en el retrete, demostrando un placer desconocido en su rostro celestial. Apenas tuve tiempo de correr a la cama y, para que no descubriera mi repudiable fisgoneo, de tapar con la sábana mi erección.
  —¿Es bella su mujer?
  —¿Bella? Es la misma Afrodita —contestó el señor Tures sacando una foto del bolsillo interior de su saco y mostrándome a una señora de unos cuarenta años con un rostro que era una mezcla del de Isabella Rossellini y el de Nastassja Kinski. Llevaba una camisola violeta, detrás de la que se veían unos pechos moderados que anunciaban, como en muchas mujeres carentes de grandes volúmenes delanteros, un culo antológico.
  —Voy a necesitar ver su culo —dije.
  El señor Tures, muy a regañadientes y completamente de improviso, se volvió, dándome la espalda, aún con los pantalones bajados.
  —No el de usted —le mentí, en cierta forma—, sino el de su esposa. Tome algunas fotos del culo de su mujer: nalgas y ano. Cada nalga por separado, y una foto del ano con las dos nalgas abiertas.
  —¿Cómo hago? —preguntó Tures.
  —Es su problema. Fotografíela mientras duerma, o dígale que, si no le da el culo, al menos se lo deje fotografiar para poder masturbarse. Invente algo; pero si no me consigue la foto del culo de su esposa, estaré a ciegas.
  —Cuente con eso —aseguró Tures subiéndose los pantalones.
  Debo confesar que le hubiera mirado el culo un poco más. Pero el trabajo es el trabajo.
 
  2


  Tenía la dirección de la casa y los lugares de trabajo y esparcimiento de la señora Tures; y, mucho antes de que su esposo trajera las fotos de sus nalgas, ya estaba siguiéndola.
  En el shopping de la calle Corrientes vi por primera vez su culo en movimiento. Pensé en abandonar el caso. Aquel culo, en su pollera de satén, era un afrodisíaco superior a mis fuerzas.
  Envidiaba al señor Tures únicamente por el hecho de poder verlo desnudo, por sentir las contracciones de su ano, aunque sólo fuera cerca de la verga; por haber podido tocarlo, chuparlo. Yo hubiera pasado el resto de mi vida masturbándome con esa visión e, incluso, resignándome a no penetrarlo, con tal de no separarme nunca de aquellas nalgas carniceras.
  Pero la seguí como otro de los tantos transeúntes impotentes que la miraban pasar con furia contenida, sofocando el deseo de sugerirle que se sentara en cuclillas sobre sus rostros, dejando el mínimo espacio para poder apreciar sus cavernas de fuego pero no tan lejos como para perder la suave brisa quieta de sus nalgas, de ofrecerle sus vergas como consuelo —porque la belleza siempre lo precisa—, sus dedos como aliciente.
  «Señora Tures», quería decirle, «comprendo que usted no quiera darle el culo a un infeliz como su marido, pero le prometo que mi verga se tornará bella y buena para usted; le abriré el orto como si se tratara de una puerta recién fabricada: dócil, engrasada, sin más ruido que el de un artefacto que funciona a la perfección. Señora Tures, déjeme hacerle el culo o me muero.»
  Sin embargo, si no hubiera respetado mi ética detectivesca, hoy por hoy no sólo no podría hacerle el culo a la señora Tures, sino que estaría muerto de hambre y sería despreciado incluso por las mujeres —no tan bellas como la señora Tures— que aceptaban mamármela, sobármela y en muchas ocasiones, aunque muchas menos de las que quisiera, me ofrecían sus culos frescos, recién lavados, como pequeños diablos que no tuvieran otro sitio donde recibirme.
  Era el culo de la esposa de un cliente: dos mullidos almohadones sagrados y un agujero viscoso y voraz, que no tragaría un pedazo de mí en esta vida. Maldije mi trabajo y me perdí en la boca del subte que sale directamente de aquel centro de compras.
 
 
 
  3


  Al día siguiente de haber atisbado el culo de la señora Tures en los pasillos del shopping, llegué a mi estudio no más temprano de lo habitual y encontré al señor Tures aguardándome con un sobre de papel marrón claro en las manos. Lo hice pasar, dejó el sobre encima de mi escritorio y dijo:
  —El culo de mi señora.
  Asentí en silencio y miré el sobre sin abrirlo.
  —¿Necesita que me baje otra vez los pantalones? —añadió con voz serena el señor Tures.
  —No, gracias.
  —Es que hoy la tengo parada —me dijo—. Quizás le sirva verla en ese estado.
  —Tengo la suficiente experiencia como para poder predecir los resultados. Pero ¿a qué se debe que esté empinado?
  —Acabo de revelar las fotos, y entre lo que me imaginaba que podía pensar el dueño de la casa de fotografías y la sola mirada al culo de mi mujer, se me puso como un hierro caliente.
  —Pues vaya a desfogarse a su casa —le dije—. O páguese una puta que se deje dar por culo. Lo llamaré cuando tenga noticias.
  —Estoy cansado de cogerme a una dominicana que tiene el culo de una leona —se quejó cuando ya se iba, con la puerta ya medio cerrada—. Lo que quiero es que usted me ayude a rompérselo a mi esposa.
  —No sé si podremos llegar a tanto, señor Tures. Además, yo no hablaría en esos términos. Pero no cobraré el resto de mi paga hasta que no le diga por qué su esposa se niega a la sodomización conyugal. Y le aseguro que cobraré el resto de mi paga.
  Finalmente, el señor Tures, en parte resignado y en parte aliviado, se retiró.
  Observé durante un rato el sobre, sin abrirlo, relamiéndome, imaginando los diversos efectos que tendría sobre mi libido; y cuando estaba a punto de hacerlo, golpearon a la puerta. Se presentó un tipo canijo, con barbita de psicólogo, anteojos al estilo de John Lennon y chueco. Caminaba como un pato.
  —Señor Mizzen —me dijo—, estoy desesperado.
  —No hace falta que me lo aclare —respondí abriendo mi botella de whisky, ya que me había impedido hacer lo propio con el sobre—. No hay otro motivo por el que alguien traspase mi puerta.
  Tomó asiento sin que yo se lo ofreciera y habló antes de que se lo pidiera.
  —Creo que mi esposa se la chupa a otro.
  —No atiendo casos de infidelidad —dije—. Sólo enigmas sexuales.
  —Lo sé, lo sé —respondió pisando mis palabras—. Ocurre que no me preocuparía si ella me fuera infiel. Pero mucho me temo que se trata de un caso de adicción a la mamada. No creo que mi esposa quiera engañarme: creo que hay una circunstancia que le impide dejar de mamarle la verga a un vecino. Como una adicción.
  Lo miré en silencio durante un rato. No tanto por observarlo —pertenecía a esa clase de hombres cuya personalidad se adivina al primer vistazo— como para pensar si aceptaría o no el caso.
  —Póngase de pie —le pedí, y obedeció de inmediato—. Y bájese los pantalones —agregué, y lo hizo aún más rápido y sin pedir explicaciones.
  Le expliqué, mientras le miraba el culo, que debía cerciorarme de que ninguna malformación genética en su pene obligaba a su mujer a mamar en casa ajena por falta de incentivo en la propia. Conocía a más de una mujer que, por no encontrar solaz en su propia cama, acudía a mamar a otros, y no por la a menudo maligna necesidad de engañar al marido, sino como un subterfugio para gozar algo de la vida sin que eso implicara traicionarlo del todo.
  Presté una detenida atención al culo en mi espejo secreto. Eso me ayudaba a persuadirme de que ensancharle el culo a un hombre con mi verga nunca sería un buen negocio.
  —¿Por qué sospecha usted que su esposa enreda la lengua en el glande de otro? —pregunté.
  —Es un sabor que siento en su boca, los jueves por la tarde, al besarnos durante nuestro acto sexual semanal. Cuando llega al climax, suele darme besos especialmente apasionados, nuestras respiraciones se funden. Entonces siento ese olor, un olor como a genitales masculinos.
  —¿Se la ha chupado su esposa a usted alguna vez?
  —Pocas veces, pero con fruición.
  —¿Le palpa los huevos cuando se la chupa?
  —Primero me los soba, los envuelve en sus manos, y luego los aprieta con vigor. Me encanta eso.
  «A mí también», quise decirle. Pero estaba ante un cliente.
  —Necesitaré una foto de boca y parte superior del cuerpo desnudo de su esposa. Ponga especial cuidado en que se vean bien los pezones. Las mamadoras suelen usar los pezones para rozar el tronco del beneficiado, y hay que ver con qué cuenta su esposa.
  —Lo entiendo —dijo el señor Atilio Rasputín, como se leía en la tarjeta que me extendió en ese momento.
  —Ya puede subirse los pantalones —agregué.
  Obedeció y salió de inmediato, temeroso 4e robarme más tiempo, mientras aseguraba que al día siguiente traería la foto de los labios carnosos y las tetas llenas de su señora esposa. Aunque resulte difícil de creer en un hombre experimentado, se me volvió a parar la verga. No había tenido tiempo de abrir el sobre con el culo de la señora Tures cuando entraron sin llamar. Era Nicolás, el cafetero. De un tiempo a esta parte, le ha dado por entrar sin llamar.
  Es un querubín de unos veinte .años, de pelo negro y un rostro siempre blanco, sin rastro de barba, que resultaría un verdadero retrato de la inocencia de no ser por ese brillo malsano que, cada vez que me mira, le nubla los ojos.
  Como de costumbre, dejó caer al piso uno de los vasitos de plástico, que rodó hasta debajo de mi escritorio, y se agachó a recogerlo. Sólo así pudo percatarse de mi erección, pues yo había permanecido sentado.
  —La tienes hinchada —me dijo—. Por lo menos, está hinchado el pantalón.
  En cinco ocasiones anteriores, había sido mucho menos elíptico: mirándome fijamente, me había dicho que sus nalgas estaban frescas como las de una niña y que el agujero de su culo quería darle un mordiscón a mi verga.
  Yo lo había rechazado, unas veces de manera destemplada, otras con una despreciativa sonrisa, y en general aguardando en silencio a que se fuera, con expresión de fatiga. Pero nunca me había tocado sufrirlo con la verga dura y unas fotos de lo que, se suponía, era el mejor culo que había tenido en años sobre mi escritorio.
  Mis esperanzas fueron defraudadas: aquel culo que se escondía en el sobre de papel marrón no sólo era el mejor que había visto en años: era el más portentoso que había conocido en mi vida. Nicolás salió de debajo del escritorio y dejó el vaso de plástico encima; tuve que impedirle, con el dorso de mi mano, que me llenara el vaso de café humeante, pues antes debía ponerle mi doble medida de whisky. Entonces sí, sobre el líquido amarillo, vertió el brebaje negro.
  —Ese whisky que te pones en el vaso —me dijo— no debe de ser más sabroso que tu meo: quiero probarlo. ¿No me puedes mear primero en la boca, aguantar el chorro y mearme el resto en el culo?
  —No —respondí, con la verga todavía restallando, casi contradiciéndome—, déjame en paz.
  —Pero en el agujero del culo, te digo, ¿eh? ¿Sabes qué lindo debe de ser ver perderse el líquido amarillo en mi agujerito marrón?
  Ante mis ojos se desplegaban las nalgas y el ano de la señora Tures. Eran nalgas de caderas: de esas como dos continentes, poderosas, sólidas y, siempre paradójicamente, tan rebeldes como sumisas; esas nalgas macizas que en su consistencia llaman al intento de derrotarlas. Dos culos en uno, dos cachetes de piel de gacela, pidiendo al cazador que las obligue a hacer lo suyo: a gozar por el ano, a apretar la presa y ser presa a su vez.
  Nicolás vio las fotos y volvió a agacharse. Esta vez, sin preguntar, me la tocó.
  Le di un papirotazo en la cabeza; pero no en la mano, con la que Nicolás me había bajado la bragueta. Me bajó los calzoncillos con habilidad y me agarró la verga con una pericia que parecía corroborar el mito de que los mejores putos saben cómo masturbar a un hombre. El culo de la señora Tures parecía querer decirme algo. Tuve la muy poco profesional intuición de que, sólo con entender el lenguaje del culo de la foto, el caso estaría resuelto. Las nalgas querían conversar con el ano, y ambos dirigirse a mí. Siempre decían lo mismo: «Fóllame, sé el animal que entra a la caverna, regresa al Comienzo de los hombres, cuando nos tomaban sobre terrenos áridos, hazme el culo sin aceites, frota tu garrote entre los pliegues de mi vivienda, destrúyela y constrúyela: te daré un regalo desconocido». Nicolás encapulló mi verga en su boca y me masajeó los huevos como un adivino. No podía apartar los ojos de la foto; de otro modo, me lo hubiera sacado de encima.
  Repentinamente, el cafetero abandonó su tarea, se paró delante de mí, se quitó la camisa, se bajó los pantalones y dejó caer unas gotas de café hirviendo por su espalda. Se bajó un poco los calzoncillos y pude ver una nalgas femeninas, quizás no tan redondas como las del señor Tures, pero infinitamente más dispuestas a recibir el latigazo masculino. Las gotas de café se perdieron, disminuidas, en la raya que nace donde termina la espalda y conduce al ano.
  —Me está ardiendo el culo —dijo.
  —Hazte un enema con un sifón de soda —sugerí.
  Unas intrépidas gotas de mi propio semen, contenidas, casi contrabandeadas, me humedecieron el glande. Nicolás comprendió que tampoco en esa ocasión le rompería el culo, y como un centinela se lanzó cuerpo a tierra bajo el escritorio por tercera vez en la mañana. Le pegué un puñetazo en la cabeza, pero su boca se mantuvo firme en mi verga; parecía una boa. Me apretujó los huevos con la fuerza exacta y le tiré del pelo, pero yo ya no sabía si era para sacarlo de allí o para terminar de vaciarme. Sin despegar la vista de las fotos, sentí mi leche entrando en su garganta, liberándome, permitiéndome una vez más despreciarlo, deseoso de que Nicolás se retirara inmediatamente. Pero ¿cuándo había sido la última vez que alguien tragaba mi leche con semejante voracidad? Adriana la escupía e Isadora ni siquiera llegaba a eso: la recibía entre los pechos porque no la quería en la boca. El puto Nicolás, en cambio, se puso de pie ante mí sin una gota entre los labios, y tampoco había dejado ninguna en el suelo.
  —Cuando quieras —dijo levantándose por fin los pantalones—, me sentaré en tu pija como en un sillón reclinable. No creo que haya un ano más sucio y dispuesto que el mío. ¡Y poco usado! Serás el segundo que me lo despliega: el primero fue mi tío. Pero a él no tuve que tratar de convencerlo.
  —Tu historia familiar —dije mientras le indicaba con una mano que se retirara— me resulta aún más aburrida que el bochornoso episodio que acabas de protagonizar.
  —El que acabó fuiste tú —respondió yéndose, y agregó detrás de la puerta cerrada: ¡Y cómo!
  Ahora podría pensar con más calma. El culo de la señora Tures se me aparecía solamente bello, ya no era el de una de esas sirenas que impedían el viaje de Ulises. Me había vaciado y mi cerebro lo agradecía. Aquello había sido mucho mejor que una paja. No sentía mayor conflicto por habérmela dejado chupar por un hombre. ¿No es acaso la masturbación nuestra primera y más constante relación homoerótica? Con el joven Nicolás, habían comenzado y terminado todos mis pensamientos acerca de si debía aceptar o no, alguna vez, un ano masculino ofrecido. Se había acabado la justa: no los necesitaba, no volverían a resultarme conflictivos. Ahora debía ir, castamente, tras el culo de la señora Tures.
 
  4


  Nunca hubiera imaginado que un culo me llevaría tan lejos. Quizás porque estaba acostumbrado precisamente a lo contrario: follarlas por el culo era clavarlas contra la tierra, detenerlas en el tiempo, someterlas por completo y tenerlas siempre dispuestas. Pero este culo al que no podía coger me llevó hasta el campo. Aquel día en que Nicolás me la chupó como un petrolero, transcurrió sin novedades. Preferí permanecer inactivo hasta que me llegara la revelación: ¿por dónde empezar? Así trabajo.
  Antes de cerrar, se presentó Atilio Rasputín con las fotos de cuerpo superior y labios de su esposa. Ni tan llenos los pechos ni tan carnosos los labios: pero, conociendo la historia, no pude reprimir las ganas de probarlos. Yo estaba envejeciendo: dejaría de ser un detective para convertirme en un anciano lascivo. No necesitaba esos impulsos, no me convenían.
  Miré durante largo rato las fotos —ya había guardado las de la señora Tures en la gaveta del escritorio—, y Rasputín permaneció silente, con cara de perro asustado, esperando que lo invitara a sentarse, a tomar un café, que le concediera el privilegio de hablarme. Se lo veía solo y desconsolado.
  —Haré todo lo que esté a mi alcance —prometí—. Pero las mamadas no son mi especialidad. No le cobraré por adelantado.
  —Ya sé —dijo el señor Rasputín—. Lamentablemente, el problema de mi esposa no es el culo. ¿Tomará el caso de todos modos?
  Asentí. Y con el mismo gesto lo invité a retirarse.
  Miré una vez más los pechos y la boca de la señora Rasputín. De súbito me calentó mucho que su propio marido los hubiera traído para ponerlos a mi disposición. Antes eso no me excitaba. Guardé las fotos, aunque no lo merecían, junto a las fotos del culo de mi amada, la señora Tures. Apagué las luces, espié a un lado y a otro del pasillo para asegurarme de que no me importunaría Nicolás, y salí.
  En casa, tirado en mi único sofá, que es a un tiempo cama, mesa de cocina y folladero, no podía dejar de pensar en la señora Tures. Me la imaginaba hablando por el culo. ¿Qué me diría? Sin bajar del sofá, estiré la mano y tomé el teléfono inalámbrico rogando que funcionara: siempre me lo olvidaba descolgado, y cuando intentaba usarlo no tenía batería. Pero oí el tono de inmediato y con la otra mano saqué la botella de whisky de debajo del sofá; restaba menos de un cuarto. La abrí y marqué el número de Normanda. Bebí mientras sonaba el timbre del teléfono en su casa, y para cuando atendió ya no quedaba whisky. Tendría que bajar a comprar. Todo parecía indicar que volvería a beber. ¿A cuántos años de vida útil podía aspirar?
  —Normanda, mi amor —le dije—, ¿cómo está tu culo hoy?
  —Acabo de prepararlo —respondió—. Podrás decir que es telepatía, pero no quería irme a dormir sin dejarlo listo por si acaso. La verga... ¿parada?
  —No en este momento —dije—. Pero esas cosas cambian. ¿Cuánto tardas en llegar?
  —Un poco más de lo que tardes en empinarte.
  —¿Me la puedes chupar primero?
  —Voy para allá.
  Yo todavía no me la había lavado desde lo de Nicolás. Y tampoco tenía ganas de lavármela. Normanda no era la mejor chupadora de todas, pero ella sí tragaba con ansias; y le gustaba limpiarla. No la había incluido en la comparación con Nicolás, simplemente por respeto. Normanda se hacía valer. Su culo sabía cómo provocarme: ella jugaba a no dármelo hasta que yo lo conseguía, con una supuesta síntesis de fuerza y seducción. Yo sabía que era mío desde el inicio, y también jugaba a conquistarlo. Pues no hay mayor placer para una verga que someter un culo que la rehuye, y escuchar convertido en placer el gemido que antes fue de miedo. Y aunque todos saben esto, no deja de ser prudente repetirlo, para solaz de las futuras generaciones, que aún no han conocido el goce de la sodomía y fornican reproductivamente, con lo que ponen en peligro demográfico a nuestro atestado planeta. Normanda llamó por el portero eléctrico hacia el final de mis poco novedosas reflexiones. Subió con un traje de serfer, como si fuera a la playa a hacer surf, el traje que prefiero para romperle la parte de atrás y traspasar a un tiempo la goma de la ropa y el cuero de su ano. No sé qué pensaría algún vecino, en caso de compartir el ascensor con ella, al ver que no llevaba la consabida tabla de surf. Pero tampoco me importaba demasiado. Normanda entró sin golpear, yo había dejado la puerta abierta a propósito, y apareció erguida delante de mí, que la miraba tirado en el sofá.
  Echó hacia atrás su largo cabello color trigo, se juntó las tetas con ambas manos y comenzó a contonearse como una pitonisa. Cuando lo creyó oportuno, cayó con su boca sobre mi verga, que ya estaba afuera, y la succionó hasta que alcanzó un mediano grosor. La cerró entre dos de sus dedos y me dijo:
  —Y todavía no me la das toda. ¡Pero qué gruesa es! Eso es lo que me gusta.
  Se puso nuevamente de pie y me dio la espalda. Ceñido por la goma del traje, su culo parecía un delfín con la parte inferior de cuerpo humano. Siempre he acariciado el bizarro pero intenso deseo de follarme una mujer delfín.
  —Hoy no te quiero romper el traje —le dije—. Por favor, quítatelo y muéstrame el culo directamente.
  Normanda se desvistió con cierta dificultad y frente a mis ojos aparecieron sus dos suntuosas nalgas. Las había lubricado con una melaza casi líquida, y parecían dos pasteles almibarados. Me las acercó hasta la boca y las chupé. Pero, pese a todo, aún circulaban por mi memoria las imágenes de la señora Tures. Normanda se puso en cuclillas sobre mi cara, y comenzó a subir y a. bajar, mostrándome el ano en todo su esplendor, abriéndolo y cerrándolo. Luego se llevó un dedo a la boca, lo chupó y se lo metió. Lo sacó, me lo pasó por la frente, y volvió a enterrarlo.
  —Hoy me la chupó un tipo —le dije.
  Gimió de placer.
  —Me limpiaste la saliva del sujeto.
  Gimió desaforadamente.
  —Se llama Nicolás.
  Estalló en un grito y apoyó el ano sobre mi verga, un instante. Apenas lo traspasé con el glande.
  Se apartó de un salto, y dándome el culo, mientras se aferraba los tobillos, me dijo:
  —Nicolás, Nicolás, no digas más, y métemela por atrás.
  —Antes me pedías que te rompiera el culo.
  —Rómpeme el culo —suplicó—. Métemelo todo para adentro.
  Me paré, la tomé por las caderas. Me detuve.
  —Hoy no, Normanda —dije.
  —¡Pero tengo el culo como perdido en el desierto! ¡Tiene sed de tu pija! ¡Se muere de sed!
  —Hoy, no —repetí. Mi verga yacía flácida, pegada a uno de mis muslos.
  No supe qué decirle.
  Bebimos té y bajamos a comprar whisky. Nos emborrachamos pero, en lugar de lascivia, nos atacó una irresistible somnolencia. Dormimos juntos y, en la madrugada, mientras ella respiraba mansamente, hundida en un sueño profundo, le chupé el ano con detenimiento y le metí el pulgar. Luego fui al baño a masturbarme pensando en la señora Tures. Al día siguiente nos despedimos como siempre: como dos amigos que se aman, como un matrimonio que se desea, como dos amantes que no han podido hacer el amor. Nos dimos un beso en la mejilla.
 
  5


  La casa de los señores Tures quedaba en el barrio de Belgrano, en la zona más campestre y residencial. Advertido por el señor Tures, llevé mi escalera y me situé junto a una ventana desde la que podía ver sin ser visto por el matrimonio ni por los vecinos. La señora Tures se bañaba en su principesca tina, masajeándose vigorosamente los pezones con una esponja; y el señor Tures, tal como habíamos acordado, entró al baño llevando sólo una toalla a la cintura. La dejó caer y lo vi erecto. Era un buen pedazo, aunque seguía sin justificar el terror anal. Por el auricular que me había puesto en la oreja, conectado al micrófono que el señor Tures ubicó junto a la crema de manos, en el botiquín, escuché a la señora Tures decir:
  —¿Un polvo mañanero?
  —Los que quieras —respondió él.
  —Te la puedo frotar con la esponja.
  —Prefiero otra esponja —dijo el señor Tures mientras la ayudaba a ponerse de pie.
  Le pidió que se tomara del caño de la banadera y apoyó la verga entre las nalgas. Me quise suicidar por el dolor de no ser yo: no era difícil, bastaba con dejar caer la escalera hacia atrás. Para que este mundo resultara soportable, aquel espectáculo debía ser lo que cada niño viera al comenzar la vida. ¡Qué culo! ¡Qué nalgas! ¡Qué majestuosa la verga entre las nalgas de la señora Tures!
  —No pases de ahí —le advirtió la señora Tures mientras enjabonaba la verga y las bolas de su esposo—. Sabes que no me gusta por el culo.
  —Lo sé. Pero pensé que quizás con el relax del agua...
  —Menos aún —dijo ella—. Con el jabón, arde.
  La verga del señor Tures, pese a las palabras de su mujer, pugnaba con desespero contra el ano prohibido. Sin embargo, el agua es mala conductora de vergas, y el jabón no había llegado a la punta.
  —Si quieres —dijo la señora Tures—, puedo ofrecerte un pedo en la pija: el calor resultará agradable.
  —Adelante —suplicó él.
  Debió de entrar algo de jabón en el ano de la señora Tures, pues una brevísima brisa de burbujas sacudió imperceptiblemente la verga del señor Tures, que eyaculó como un caballo y cayó rendido sobre la espalda de su señora; ésta sonreía malignamente, no de maldad, sino por esa extraña satisfacción competitiva con que algunas hembras reciben al macho rendido, un segundo antes brioso corcel, ahora pobre bicho. Pero el señor Tures no se amedrentó y, aún con la sombra del placer sobre su verga apagada, dio vuelta a la señora Tures y puso entera la verga flácida en su boca. Temí tener que derivar el caso a homicidios, pues entre la verga en la boca y el agua que a ratos le entraba en la nariz, no sabía cómo sobreviviría la ardiente señora Tures. Pero demostró una sabiduría ancestral: mamó con pasión el miembro de su esposo y le pasó la esponja por los huevos, incluso hundiéndola un poco en el ano. Si la señora Tures mostraba cierta reticencia a dejar que entraran por allí, el señor Tures reaccionó de un modo absolutamente opuesto. Maravillado, persuadió a su esposa de que le hundiera aún más la esponja.
  Luego ambos se pusieron de pie y ella le metió en el culo un cuarto del mango del cepillo de restregarse la espalda. Mi propia verga parecía querer ocupar un lugar en aquel cuadro.
  Finalmente, ella le dio la espalda, tomó la verga del señor Tures y, pasándola previamente por las nalgas, en un ir y venir húmedo y aplicado, se sumergió la verga de su señor esposo en el coño, pegando unos alaridos a la vez ridículos y celestiales, para acabar de un modo que nunca hubiera sospechado en ella: su rostro de Rossellini y Kinski se transformó en el de la simple Sofía Loren, en cuyas tetas yo hubiera dormido cada uno de los días de mi vida, y a quien amaba en secreto desde niño. Me alivió la señora Tures, pues era humana.
  Satisfecha, abiertas las sensuales fosas de su nariz, dijo a su marido:
  —Y ahora necesito unos minutos el baño... ¿Quieres mirarme el rostro?
  —No, gracias —respondió el señor Tures.
  —Pero ¿has acabado esta vez?
  A lo que el señor Tures respondió mirando de reojo por la ventana en la que sabía que yo estaba y bajando su prepucio; segundos después, dejó asomar la cabeza roja del glande, del que salió disparado un chorro de leche que enchastró la barbilla de la señora Tures.
  —¡Ahhhh! —exclamó gozosa—... Ahora: o sales, o me cago delante de ti.
  El señor Tures abandonó el baño y se perdió en su pieza con la toalla nuevamente a la cintura.
  «Son un matrimonio normal y enamorado», me dije, «¿a qué tanto escándalo porque ella no se deja dar por culo? Con lo que le da, yo me sentiría totalmente satisfecho. Es la mujer más bella del mundo. Que el resto lo haga con la dominicana.»
  Pero a mí no me pagan para ser consejero sentimental, en cuyo caso recomendaría a todos resignación, sino para resolver enigmas sexuales: con fecha y precisiones.
 
  6


  La señora Tures salió de su casa y caminó despreocupadamente hasta la esquina; el día era claro y armonioso. Árboles ignorantes de los problemas humanos parecían inclinarse levemente, con reverencia pero sin servilismo, a su paso. Por el sendero, en semipenumbra, se gozaba de una brisa fresca y del canto de los pájaros. Era la hora más nueva de la mañana, y en aquel concierto de esperanzas su culo se bamboleaba proclamando una belleza sin igual.
  Paró un taxi y me zambullí en mi pequeño automóvil. ¿Cuánto hacía que no manejaba? Tenía la verga más dura que la palanca de cambios. Me costaba maniobrar con el volante. La seguí.
  Atravesó la autopista y la General Paz, que separa la capital de la provincia. Se desvió por una salida y enfiló un camino de tierra. El «caminito de tierra», así se le llama a entrar en un ano seco; por ejemplo, se dice: «Entré por primera vez en el caminito de tierra». En verdad, cuando el acto es sublime, todas las expresiones que lo describen son acertadas.
  Seguí a la señora Tures hasta una quinta en la que había una pileta y una casa, a todas luces de ricos. La vi bajar del auto, pagarle al taxista y trasponer una tranquera de madera y hierro sin tocar el timbre. Oteé durante unos instantes la residencia y la seguí por el perímetro de rejas, sin entrar. Para mi sorpresa, no se dirigió hacia la mansión, sino hacia una Suerte de rancho abandonado, con paredes de adobe y tres ventanas, una rota y dos muy sucias.
  Corrí a mi auto, retiré el largavistas y regresé al puesto de observación. Cuando pude enfocar, la señora Tures ya se había bajado los pantalones. Estaba hermosa, con toda la ropa puesta salvo la bombacha; los pantalones a la altura de los muslos y el culo bien hacia afuera.
  Durante un instante se ennegrecieron los focos de mi largavistas, y lo siguiente que vi fue a un negro gigantesco. Parecía la viva imagen del amante de color que buscan las mujeres blancas: corpulento, con el cráneo rapado en una cabeza perfecta, las espaldas anchas como un brazo extendido y una verga de toro. Sus fuertes piernas se instalaron detrás de las frágiles piernas de la señora Tures y, sin miramientos, el hombre aceptó el sacrificio vestal.
  Con toda la precisión que permitía mi largavistas, presencié sin sombra de dudas cómo le rompían el culo a mi amada.
  El hombre la tomó por las caderas y, sin lubricar, le insertó la verga hasta el fondo. Comenzó un vaivén en el que entraba y salía hasta el glande, el tronco y los huevos. La señora Tures no hablaba, pero eso debía de doler.
  En efecto, tenía el rostro crispado en una mueca de dolor, y, en el afán de someterse, se mordía los labios. Sus manos fueron hacia atrás y palparon lo poco de tronco que restaba afuera y los huevos con verdadera pasión. Precisamente, lo que más me enardeció de esa escena fue la fina motricidad de los dedos palpando, tanteando los huevos; como desligados del espectáculo brutal en el que aquel ano se rendía. Los dedos masajeaban, reconocían, amaban, interiorizaban los huevos del hombre, mientras en el rostro de la señora Tures asomaba el dolor, y en el ano, seguro, se padecía.
  El negro sacó la poronga de aquel culo derrotado, y vi a un tiempo la verga apenas sucia y el ano abierto casi al doble de su circunferencia inicial. No había ni rastro de leche: el señor aún no había acabado. Perdí a éste de vista y luego regresó con un frasco blanco en una mano. Metió un dedo en el frasco y lo sacó embadurnado en una sustancia del mismo color.
  Esperaba yo que la crema lubricante fuera también anestesiante para el ano de la señora Tures. El hombre metió el dedo con mucha más delicadeza de lo que había metido la verga, fue rodeando el ano de la señora Tures, y hasta pareció reducirlo a su diámetro normal. Entonces apoyó de nuevo el glande en el agujero marrón de cuero de la pobre señora —mi diosa, mi Afrodita, mi reina, de pronto convertida en una pobre mujer culeada—, y recomenzó la tarea de drenaje y de fricción. Los labios perfectos, en la cara interesante de la señora Tures, formaron una palabra muda e inconfundible, que yo no escuchaba debido a la distancia pero que aquel hombre oscuro debía de estar oyendo a los gritos.
  El hombre, como sucede habitualmente en estos casos, no la sacó.
  Vi su cara, la del hombre, contraerse y relajarse en una expresión inequívoca de desesperación y goce, e imaginé que los músculos de su rostro repetían fielmente los estertores de su verga en el momento de temblar dentro del apretado ano de la señora Tures. Retirada la verga, la mujer se subió a toda prisa los pantalones y salió corriendo del rancho. Al poco se detuvo junto a un árbol y se puso en cuclillas; fijé el largavistas en su rostro, y dejé de mirar.
  Durante unos instantes, una conclusión me acompañó como un buen trago de whisky: la señora Tures no había gozado de la culeada.
  Mientras se aliviaba junto al árbol, pude descubrir las líneas de su rostro cuando algo le agradaba, pero tampoco eso era placer sexual. Y mientras la empalaban, si bien llegaba a soportar el dolor, ese dolor no se transmutaba en placer. «Por algún motivo distinto del placer», me dije, «se está dejando dar por culo.»
  Dirigí el largavistas hacia el rostro relajado del negro, y me asaltó un recuerdo que me había acosado, como un déjà vu, desde el primer momento en que le vi, hacía unos minutos, al encontrarse ambos en el rancho: yo conocía a ese hombre. Era Benito Menegazo, el único negro argentino que era campeón de boxeo. Incluso había hablado alguna vez con él, en los comienzos de mi carrera. Y, con respecto a la carrera de Menegazo, debo decir que había sido aún más accidentada que la mía, si cabe.
  Había venido a consultarme, unos veinte años atrás, por el caso de una mujer blanca que no podía evitar chupársela cuando lo tenía a su alcance. La mujer era secretaria de un hotel en el que Menegazo solía dormir cuando terminaba sus entrenamientos y era muy tarde para regresar a la provincia, o cuando el entrenador le recomendaba descansar en vez de viajar. La joven, una secretaria del área administrativa, se las arreglaba para conseguir las llaves de la habitación de Menegazo y, dos de cada tres noches en las que el boxeador dormía allí, entraba de puntillas a su habitación, se aferraba de sus huevos y no paraba hasta despertarlo con la boca llena de leche.
  Menegazo, casado y con hijos, en cada ocasión había rechazado a aquella joven y le insistía para que lo dejara en paz. Finalmente, una madrugada, al despertarse cuando ella le pasaba la lengua alrededor del agujero del glande y le metía un dedo en el culo, Menegazo se hartó y le propinó un cachetazo. Con tan mala suerte que la joven fue a dar con la cabeza contra la pared, y el brazo derecho, atorado al culo de Menegazo por el dedo allí metido, se le quebró. Menegazo no tuvo más remedio que llamar al médico de guardia del hotel. Por mucho que explicó, las conclusiones parecían incontrovertibles: Menegazo le había pegado a aquella niña, le había puesto la verga en la boca y la había obligado a clavarle un dedo en el culo. ¿Quién creería lo contrario? La niña, la muchacha de veinte años, permaneció inconsciente durante un día. Guando despertó, dijo que no se acordaba de nada.
  Supe del caso antes de que saliera en los diarios, por aquella visita previa de Menegazo a mi despacho de principiante; pero ya en aquel entonces conocía mis límites: «Si me dijeras que quieres que te la chupe, tal vez me animaría a tomar el caso. Pero si es ella quien te la quiere chupar, no puedo hacer nada. No hay nada que detenga a una mujer cuando quiere darle un mordisco a un buen pedazo». Después, al enterarme de la triste resolución, quise presentarme a testificar. Pero el sargento Citros, que llevaba la investigación, me amenazó con quitarme la licencia si abría la boca: habían obligado a esa pobre niña a abrirla, me dijo, «y con eso tenemos bocas abiertas por veinte años más». Ya habían pasado veinte años.
  Siempre supe, y el tiempo no hizo más que confirmarlo, que aquello había sido una trampa contra Benito Menegazo por motivos racistas. La policía tenía sus intereses en el comercio de apuestas del boxeo, y Menegazo se había negado una y otra vez a participar en fraudes; no se acomodaba al siniestro poder de la corrupción policial. Ni una vez había besado la lona por arreglo, pero ahora lo habían arreglado, y noqueado, besándole los huevos.
  Los policías, además, lo odiaban por ser negro. Querían un campeón blanco al que adorar cuando ganaba y con el que beneficiarse cuando perdía adrede. Para acabar de redondearlo todo, el comisario Galindo era conocido por hacerse dar por culo por un púgil situado inmediatamente después que Menegado en el ranking. A mi vez, deduje que aquella chica no tenía segundas intenciones: le gustaba chuparle la verga a Menegazo, y no podía evitarlo. Galindo y Citros simplemente habían aprovechado una oportunidad única.
  La esposa de Menegazo, a la que él adoraba, lo abandonó y se fue a vivir a Chile con los hijos. Perder a su familia fue para Menegazo infinitamente peor que perder el título, que también perdió. Sus pocos amigos blancos dejaron de hablarle, y negros en la Argentina casi no hay. Algunos se le acercaron con intenciones reivindicativas, pero Menegazo lo dio todo por perdido. Sin familia, sin amigos, lo último que supe de él fue que trabajaba como jardinero para un filántropo, y que no hablaba con nadie. No lo busqué ni pretendí acercarle algún tipo de consuelo. Cuando no puedo hacer nada por alguien, procuro al menos no molestar.
  Pero ahora el destino volvía a reunimos en un punto único en el universo: el ano de la señora Tures. La seguí, ya sin necesidad de usar el largavistas, cuando salía de la quinta, y me resultó algo penoso ver a esa gran señora, caminando sola, desvalida, por el camino de tierra, hasta alcanzar el acceso a la General Paz. Tiré el largavistas dentro del auto, corrí y me acerqué solícito.
  —¿Puedo ayudarla en algo? —pregunté—. ¿Necesita un remisse?
  —En realidad, siempre tomo el mismo —me dijo—. Está del otro lado de la autopista.
  Por el modo de hablar, se notaba que tenía él culo abierto y una gran necesidad de sentarse.
  —Pues yo tengo el auto acá mismo... La vi pasar y me dije: «¿Qué hace por aquí esta señora? Tal vez se ha perdido. Seguro que necesita un auto».
  —¿Usted es remissero? —preguntó, con un deje de sospecha.
  —Claro —dije, intentando resultar lo más inofensivo posible.
  Pero debió de ver mi erección, o sencillamente no aceptaba invitaciones para viajar con desconocidos. Así pues, me agradeció y cruzó la calle cuando los autos se lo permitían. Del otro lado, un auto verde estacionó junto a ella. Subió y rumbearon para la capital. Regresé a mi propio auto, me masturbé sin importarme que me viera algún transeúnte y cuando una señora que pasaba con la bolsa de la compra me señaló, riendo, a su compañera, eyaculé profusamente. Sin limpiarme, apenas tapándome con la camisa, retomé yo también el camino hacia mi estudio.
  Entré con el botón del pantalón desabrochado y la bragueta abierta —tapado por la camisa—, me senté en mi silla y suspiré.
  Nicolás había estado esperándome. Entró inmediatamente después.
  Me molestó mucho que no trajera su termo de café: por más que lo utilizara de pretexto, lo prefería a la expresión clara que se leía en su cara.
  —Está bien —me dijo sin preámbulos—. Me resigno a que no me redondees el culo. Mi tío me lo viene pidiendo hace años, después de la única vez que lo tuvo, y se lo niego: lo quiero tener fresco y sucio para ti. Y tú no lo quieres. Lo acepto. Pero, al menos, déjame chupártela.
  —En eso estaba pensando —le dije.
  Se tiró nuevamente bajo el escritorio y me levantó la camisa con un discreto alarido de asombro, goce y decepción.
  —¡La tienes afuera! —gritó—. ¡Qué hermoso grosor! —Y luego, la decepción: ¡Pero ya te sacaste la leche!
  —Estoy esperando que me la limpies —respondí.
  No aguardó ni un instante; se la encajó en la boca, que, lo admito, reputé como maravillosa. Chupó con avidez y habilidad. Pero mi miembro permanecía flácido. Masturbó, sobó los huevos, e incluso intentó meterme un dedo en el culo, lo que le impedí sin atenuantes. Siguió chupando. Gozaba tratando de excitarme. Yo pensaba en la señora Tures.
  —Gracias —me decía Nicolás—, gracias por dejarme chupar este pito... Qué lindo animal. No me lo vas a meter en el culo, pero déjame que te lo diga: lo quiero tener en el culo.
  —Basta —sentencié. Y lo saqué de los pelos.
  Reapareció su rostro frente a mí y, con una sonrisa muy femenina, comentó:
  —No se te para.
  —Es que no me gustas —le dije—. Ésta fue la última vez que me la chupaste.
  Una tristeza inaudita se pintó en su rostro de ángel.
  —No... —murmuró.
  —Lo siento —dije—. Pero es la verdad. Envalentonado por su quiebre, arremetí verbalmente: No quiero volver a verte entrar a esta oficina sin el termo de café.
  —¿Quieres ver cómo me entran las gotitas en la raya del culo? —preguntó esperanzado—. ¿Eso te calienta?
  —¡No! —grité—. No quiero que me la chupes ni que me ofrezcas el culo nunca más.
  —¡Malo! —exclamó, y se echó a llorar—. Te guardé el culo durante años. Me duermo con un dedo en el culo pensando en ti. Te lo suplico: déjame soplarte la pija aunque sea una vez por mes; pero dame esa esperanza...
  —Nicolás, Nicolás... —le dije con la voz consolatoria de un sacerdote—. ¿Cómo puede ser? Bájate los pantalones. —Obedeció.
  —Tócate el ano.
  Se lo tocó con el rostro iluminado.
  Me paré y le dije:
  —Tócame la verga.
  Me la agarró como si fuera el último tablón antes de hundirse en mar abierto.
  —¿A ti te parece que esta pija puede entrar en tu culito?
  Meditó unos instantes.
  —Sé que la desproporción es grande —respondió—. Quizás me lo rompas... —Oí como juntaba saliva en su boca—..., pero es lo que quiero. Es como el escorpión y la rana: está en mi naturaleza. Si fueras un elefante y yo una hormiga, igual no podría dejar de entregarte mi ano: no duermo, no como...
  —Fue suficiente —le dije—. Si vuelves a ofrendarme otra vez tu ano, o haces algún intento por chupármela, no entras más a esta oficina. Voy a avisar a seguridad.
  Nicolás se chupó, llorando, el dedo que se había metido en el culo, y mientras abría la puerta para irse me dijo:
  —Déjame al menos la ilusión de que voy a poder pensar en todas estas cosas mientras te sirvo café.
  —Ni pensarlo —dije convencido.
  Salió cerrando la puerta y moviendo el culo, ese culo que me buscaba aun contra la voluntad de su dueño. Pero mi verga pertenecía, desde hacía siglos, al ano roto de la señora Tures.
 
  7


  Tuvieron que pasar dos días para que pudiera seguir a la señora Tures a la quinta de la localidad de Castelar, donde la aguardaba impertérrito el boxeador negro Benito Menegazo. Todavía no había conseguido noticias para Atilio Rasputín, quien me había llamado dos veces. Aún no había recibido la revelación. Dije al señor Tures, no obstante, sin darle el menor dato, que preparara el dinero, pues se acercaba el final del caso.
  La señora Tures se llamaba Betina. Me enteré cuando vi la boca de Menegazo pronunciar su nombre, mientras le clavaba la verga con mucha más consideración que la vez anterior. El señor Tures no me había revelado hasta entonces el nombre de su esposa, quizás porque, al igual que el señor Rasputín, consideraba que debía ocultarme algo: un detalle que tuviera la fuerza de recordarme que los dos me mostraban a sus esposas desnudas por obligación, por trabajo; pero que las seguían amando y pretendiéndolas para ellos solos. El nombre de la señora Tures tenía una T, que se acentuaba al repetirse en su apellido.
  Quizás este dato, el nombre oculto, fue lo que finalmente disparó mi intuición. La T se me apareció como una figura pornográfica y, al mismo tiempo, como un recuerdo: la figura pornográfica era el cuerpo de la señora Tures en su actual posición mientras la verga de Benito Menegazo entraba una vez más en su culo, convertida en el trazo vertical, perpendicular, de la misma letra; y el recuerdo era que la joven que le había arruinado involuntariamente la vida a Benito se llamaba Betina Mildared.
  La escena, para el fisgón, fue idéntica a la del anterior encuentro.
  Pero en el rostro del amante se leía el renovado entusiasmo que el encule siempre brinda. No hay segunda vez en la sodomía: siempre es una novedad. Sin embargo, tampoco en esta ocasión rezumó placer el rostro de la señora Tures, a la que yo había visto gozar sobradamente con su marido.
  Terminaron el acople en una sola enculada, y la leche, rebalsando, se derramó desde el ano hasta los tobillos de la señora Tures, ya de pie, cuando aquella verga salió como un corcho de champaña —aunque definitivamente más grande y gruesa—, con un ruido que pude imaginar, y casi oír, por el solo acto de ver cómo se desabotonaba a presión.
  Una vez más, la señora Tures se apresuró hacia el árbol, pero tampoco en esta ocasión la vi disfrutar. Luego, corriendo hacia la tranquera, se subió los pantalones y siguió por el acostumbrado camino de tierra.
  Enfoqué a Benito Menegazo. Permanecía sentado en una silla de paja. Melancólico y desconcertado, miraba al techo y la verga alternativamente. No se la tocaba ni hacía ademán alguno de levantarse.
  De la nada, apareció una mujer que echó por tierra todas mis presunciones.
  Era la señora Rasputín.
  Muy monda y lironda, la señora Rasputín hundió la verga de Benito Menegazo en su boca, sin que éste atinara siquiera a rozarle el cabello. Mamó, mamó y mamó. De pronto, la verga de Benito relumbraba. Parecía aún mayor.
  —Espero que no se le ocurra metérsela en el culo —murmuré tras mi largavistas—, porque entonces voy a¡ tener que llevarla al hospital.
  Pero no la enculó. La señora Rasputín —yo desconocía su nombre y Benito no lo dijo— le chupó y masajeó los huevos con deleite. Lo tomaba por el prepucio y lo masturbaba dentro de la boca. Yo ya no puedo soportar, por ejemplo, que me la chupen sin pajeármela. Y esta mujer lo sabía: ¿por qué habría de dejar de masturbar mientras chupa? Es como el sabor de helado de sambayón con almendras: ¿por qué alguien habría de pedirlo sin almendras? Tomé una decisión: la próxima vez que Normanda me la chupara, me tomaría un helado de sambayón con almendras.
  Benito eyaculó menos semen que con la enculada, pero de todos modos era un volumen considerable. La señora Rasputín agradeció pasándose la leche por el pelo y los pezones. Le mostró el culo, pero el hombre hizo que no con la cabeza.
  Sin dar razones, me pareció comprender. Pero ella desapareció tan inexplicablemente como había llegado, y, con ella, mi sensación de inteligibilidad. No obstante, ejecuté los pasos que me había propuesto: caminé hacia la casa de adobe y golpeé la puerta.
  Benito me abrió sin preguntar y me invitó a pasar sin sorprenderse.
  El sorprendido fui yo cuando me dijo:
  —Hace veinte años que te estoy esperando.
 
  8


  —Supongo que vas a contármelo todo —repliqué. Benito preparó un mate.
  —No —respondió—. ¿Por qué habría de hacerlo? No contesté.
  —¿Ya estamos libres de la señora Rasputín?
  —Sí —respondió—. Amanda ya se ha ido.
  Señaló una puerta abierta, en la que yo no había reparado: a lo lejos, a campo traviesa, se veía a la señora Rasputín corriendo hacia un auto verde vacío. Subió al auto, cerró la puerta y arrancó.
  —Vas a contármelo todo —le dije a Benito— porque no tienes con quién hablar. Los boxeadores son muy parecidos a los toreros: se enfrentan a la muerte en cada combate. ¿Sabes qué hizo el torero que se garchó a Ava Gardner, inmediatamente después?
  —Salió corriendo —dijo Benito con una sonrisa, extendiéndome el mate.
  —Ella le preguntó: «¿Adonde vas?». Y él respondió: «A contarle a mis amigos que me he follado a Ava Gardner».
  Benito estalló en una carcajada y reclamó el mate.
  —No tienes con quién hablar, Benito —continué—. Debe hacer por lo menos un mes que estás desesperado por contarle a alguien cómo te coges por el culo a la esposa del señor Tures, y cómo te la chupa la señora Rasputín.
  —Betina y Amanda —precisó Benito—, ¿A ti te parece que, después de lo que sufrí, me quedan ganas de contarle algo a alguien?
  —¿A ti te parece que, después de lo que estás gozando, puedes reprimir las ganas de contárselo a alguien? —lo remedé.
  Otra vez se carcajeó. Me alegraba verlo reírse.
  —No supondrás que esto es una coincidencia —me dijo.
  —Agradezco a Dios que me confirmes que no lo es —repliqué aliviado—. Porque de lo contrario, voy a volverme loco.
  —No metas a Dios en esto —me amonestó, enojado.
  —Dios está en todas partes...
  —Betina vino a verme hace un año —prosiguió—. No podía vivir con la culpa. No me dijo que se había casado. Yo no sé nada del mundo, y esperaba que el mundo no quisiera saber nada de mí. Pero me encontró, y se encontró a sí misma: hacía veinte años que no dormía en paz. Me suplicó que le permitiera desagraviarme por la tragedia que me había ocasionado. No preguntó qué quería yo a cambio, qué consuelo pensaba que merecía: me ofreció su cuerpo. Es más, me mostró su cuerpo y me preguntó qué era lo que yo más quería. Le dije que nada, que me dejara en paz. Pero ella, como si aquella chica que a los veinte años me chupaba la pija hubiese madurado sin perder el ardor, me dijo que, si no la dejaba entregarse a mí, no podría seguir viviendo. La culpa la mataba. Le dije que entonces le haría el culo, y ella respondió que le parecía justo. Le advertí que el pacto no sería eterno: no duraría más de un año. Replicó que estaba a mi merced por el resto de su vida, pero que si eso era lo que yo quería, se haría romper el culo por mí durante un año, ni un día más ni un día menos, aunque no consecutivos, puesto que sus obligaciones no se lo permitían.
  —¿Y qué tal fue este año? —pregunté como un amigo.
  —Las primeras veces, el paraíso. Hacía mucho que yo no visitaba prostitutas, sólo muy de vez en cuando, porque desde aquello no intento relacionarme con nadie. Pero a la tercera o cuarta vez, descubrí que ella no gozaba. No le gusta recibir por el culo.
  —Qué extraño —comenté.
  —Extraño pero verdadero, como la vida —dijo filosóficamente Benito—. Lo hacía por mí. Me daba el culo sin placer, para hacerme gozar; sentía que me lo debía. Sin embargo...
  Aprovechó que debía tomar el mate para callar.
  —Sin embargo... —lo invité a seguir.
  —Sin embargo, el enculamiento tenía sus ventajas. No voy a detallarlas, pero no fueron pocas las veces en que Betina me agradeció ciertos efectos... Cosa de mujeres.
  —Bueno —dije—. La sodomía siempre tiene efectos secundarios beneficiosos para el cuerpo humano.
  —Me dijo que incluso en su casa se sentía mejor, más aliviada.
  —Me alegro mucho —dije—. ¿Y entonces?
  —Entonces, cuando se cumplía el año, descubrí que ambas estaban casadas.
  —Y Amanda, ¿qué pito tocaba en todo esto?
  —Chupaba —respondió Benito.
  Me extendió el mate, pero ya estaba lavado.
  —Mi verga tiene un poder hipnótico para ciertas mujeres —dijo Benito—. Podrá sonarte presuntuoso, pero algunas la ven y ya no pueden dejar de querer chuparla. De día y de noche, como una droga. ¿Te parece una mentira de fanfarrón?
  —Me lo parecería si no conociera tu historia.
  —Después de lo que me ocurrió, sobre todo después de perder a mi familia, desprecié el adulterio. Me parece el peor de los pecados capitales.
  —¿Es un pecado capital? —pregunté.
  —No lo sé —dijo Benito—. Pero fuiste tú el que dijo que Dios estaba en todas partes. Si no me contradice, entonces es que el adulterio es un pecado capital.
  —Como conclusión teológica es un poco apresurada —discutí—. Pero los teólogos no son mucho más rigurosos.
  —Para mí, es un pecado capital, y no me interesan esas cosas. Primero me enteré de que Betina estaba casada, porque la seguí, hasta un shopping. Entonces vi que tú también la seguías.
  Di un respingo.
  —No me di cuenta —dije—. Tendré que retirarme de la profesión: no haber percibido un corpachón como el tuyo... A la vejez, ceguera.
  —Como sea. Supe que lo de Betina se había descubierto, y que lo mejor era terminar el año sin más complicaciones. Volvería a su marido y le daría el culo a su legítimo.
  —No se lo da —dije—. No le gusta que le den por el culo.
  —Pensé que quizás con el marido...
  —Con nadie —dije. Y callé el resto de mi frase: «Ni siquiera me lo daría a mí».
  —Pero con Amanda el asunto era diferente. Tenía que encontrar el modo de interrumpir la chupadera sin ser yo quien se lo dijera al marido.
  —Pero ¿cómo llegó Amanda a chupártela?
  —No sé si tiene un campo por acá o qué —me respondió Benito—. Pero un día en que yo estaba meando en el descampado, apareció de improviso y me vio por descuido la verga. Sin dejar que terminara de mear, empezó a chupármela. Se lo permití aquella vez, y luego me enteré de que me espiaba mientras enculaba a Betina. Me suplicó que le permitiera chupármela cada vez que Betina se fuera. Accedí. ¿Por qué no iba a hacerlo? —Para continuar sin relacionarte con la gente —dije. —Ya ves que no se puede —dijo señalándome—. Esperaba que, ya que el destino había vuelto a juntarnos a ti y a mí... —En el ano de una mujer —agregué. Asintió y siguió:
  —... esperaba que esta vez pudieras ayudarme. Ayudarme como no me ayudaste cuando pudiste. Espero que deshagas estos dos adulterios. No sé cómo. Pero es tu responsabilidad. Yo me acerqué al señor Rasputín en un bar de acá cerca, fingiendo ser un borracho más, y aprovechando su cara de desesperado, su completa desolación (aunque no bebía), entablé conversación con él. Ya sabía que ibas tras los pasos de Betina, aunque no sabía por qué, y tomé esa mano del azar. Cuando Rasputín me contó su drama, sin saber que se lo contaba al mismísimo culpable, te recomendé. —Pero tú no eres culpable.
  —Es cierto —dijo Benito—. Nunca lo fui. Pero terminarán haciéndomelo creer.
  —Pues voy a cumplir con mi parte —dije—. Y es la última parte. —Eso esperamos todos —dijo Benito.
  —A propósito —dije—. Ahora que voy a dejar el oficio, pienso matar las horas muertas escribiendo. No se me da mal: comencé por una carta a tu ex esposa.
  Benito se levantó como un muñeco de resorte y me tomó por los hombros con una fuerza que, si hubiera sido el cuello, no habría escrito yo lo que sigue.
  —Le expliqué detalladamente los sucesos de hace veinte años —dije con los brazos a punto de descoyuntarse— y de los que fui testigo. Ella, desde Chile, en un telegrama, me agradeció de inmediato. Yo creo que regresa.
  Benito me soltó, me miró, sorprendido por primera vez desde que entré a su rancho.
  —Voy a solucionar el resto, Benito —dije.
  Benito me abrió la puerta. Cuando salía, me preguntó:
  —¿Por qué no viniste hace veinte años? —Era muy joven —respondí. —¿Y por qué ahora...? —Porque ya soy viejo.
  Lo escuché cerrar la puerta. Y salí por aquella tranquera que nadie cuidaba.
  9


  Llamé primero al señor Rasputín. Lo recibí con un rostro de velorio. Su propia cara no mejoró el clima.
  —Lamento decirle que, de haberlo sabido, no habría tomado su caso.
  Con su silencio, me invitó a seguir.
  —Es un vulgar caso de infidelidad —seguí—. Su esposa se la chupa a otro porque quiere.
  El señor Atilio Rasputín me detuvo con un gesto de la mano.
  —Eso es todo lo que necesitaba saber.
  —Mi consejo, aunque no debería meterme en estas cosas, es que la abandone. No es higiénico, señor Rasputín.
  El señor Rasputín negó firmemente con la cabeza.
  —No puedo dejarla —me dijo—. No puedo. Es mi vida entera. «No es tan linda», pensé. «Si conociera a la señora Tures...»
  —¿Nada más la chupa?
  —Hasta donde yo sé, sí —contesté.
  —¿No da el culo, no le tocan el coño, no la follan por ahí?
  —No puedo dar fe de ninguno de los actos que usted menciona.
  —Con eso me basta. Pensé que quizás había algo extraño detrás. Como ya le dije, una adicción.
  —Al respecto, señor Rasputín —le dije—, debo disculparme. Hasta este caso, yo pensaba que la adicción a la mamada de verga ajena no era infidelidad. Pero si usted viera los daños que causa a las personas... Es como las malas drogas: no porque sea imposible dejar de consumirlas, dejaremos de considerarlas malas.
  —El tema se presta a debate —dijo, ahora más calmado, el señor Rasputín—. Usted sabe que algunos no las consideran malas, e incluso pretenden legalizarlas...
  —Pero matan —dije—. Eso es innegable. Igual que la adicción a las mamadas de verga ajena. Por eso, antes de retirarme, y le anticipo que me retiraré no bien resuelva el siguiente caso, dejo mi testamento intelectual: en las mujeres casadas, la voluntad, la represión personal, debe sobreponerse al impulso de mamar pijas ajenas. La sociedad toda se beneficiará de este nuevo punto de vista sobre el tema. Se lo aseguro. Es infidelidad a secas, al menos desde mi punto de vista, Y no voy a cambiar al respecto.
  —Pero yo no puedo abandonarla —gimió Rasputín—. Incluso sé lo que siente. Llega a casa los jueves, sin hacerse gárgaras, sin ni siquiera lavarse la boca, y espera que yo sienta, en lo profundo de mí, la verga que acaba de chupar. Es como si quisiera compartir conmigo, su marido, lo más profundo de su ser.
  —Tiene usted el privilegio de sentir como sus entrañas le demanden —sentencié.
  —Le hago el culo, gozo indeciblemente de su coño —continuó Rasputín recompuesto—, ¿por qué no habría de dejar que disfrute en su boca de una verga inapropiada alguna vez por semana, si es que no le gusta tanto chupar la mía? Por cierto, ¿cuánto le debo?
  —Nada, señor Rasputín. Además, le aclaro que el sujeto que se beneficiaba de su esposa no volverá a molestarlos.
  —No era una molestia para ella —dijo Rasputín.
  —De todos modos, tiene mi garantía. Por un tiempo, y ya le estoy diciendo más de lo que quiero, no visiten Castelar. ¿Qué tienen ustedes por la zona?
  —Una casa de campo. Mi esposa solía requerirme que pasáramos allí los fines de semana. Pero de un tiempo a esta parte dice que la aburre.
  —Pues mi último consejo es que por un tiempo le haga caso al aburrimiento de su esposa: deje que pasen los años.
  —Rehuso marcharme sin pagarle algo.
  —Déjeme las fotos de su esposa —respondí.
  El señor Rasputín se cuadró como un militar, asintió y salió cerrando suavemente la puerta. Yo sabía que se hubiera olvidado de pedirme las fotos, pero el pago era precisamente que me las dejara a conciencia.
  Llamé al señor Tures y le pedí que viniera a verme lo antes posible. Me dijo que demoraría una hora.
  Saqué las fotos de la señora Rasputín, las puse sobre el escritorio, y comencé a masturbarme pensando en ella y en la actitud laxa de su esposo.
  La señora Tures era mucho más hermosa, pero la historia de los Rasputín también me calentaba. Demoré palpándome la pija, apenas tocándomela, como esas grandes pajas que uno se hace cuando sabe que cuenta con el tiempo necesario. Dejaba que mi verga bajara y entonces volvía a subirla: miraba las tetas de la señora Rasputín sin tocármela y, luego, agitando frenéticamente, contemplaba su boca. Así pasé largo rato. Pronto abandonaría el oficio, y me regodeé pensando que me aguardaban infinidad de recuerdos agradables de los que, en adelante, podría disfrutar sin restricciones.
  Sin duda me había concentrado en cuerpo y alma en la paja con la señora Rasputín, porque ni reparé en que ya había pasado una hora cuando escuché en la puerta los dos golpes del señor Tures. Era tarde para poner un timbre.
  El señor Tures entró con la cara de un estudiante que espera el resultado de un examen. No se jugaba la vida en el veredicto, ni siquiera la carrera: sólo una materia. ¿Por qué la mujer no se dejaba encular?
  —Vengo de hacer gimnasia en el salón de casa —se excusó el señor Tures, a modo de saludo, explicando el equipo deportivo que llevaba, con un pantalón de jogging de licra, muy pegado al culo, que realzaba sus insolentes nalgas—. Pensé en bañarme, pero la ansiedad no me dejó.
  —Señor Tures —dije sin prolegómenos—, luego de una investigación que no deja cabos sueltos, debo decirle, sencillamente, fuera de toda duda, que a su mujer no le gusta que le den por el culo.
  El señor Tures atinó a hablar, pero lo interrumpí.
  —Disfruta usted de la mujer más bella de la Argentina. Tiene cuarenta años, y no creo que pueda haber sido más bella a los veinte. Como usted bien debe saber, se parece a Nastassja Kinski y a Isabella Rossellini; y como si esto no fuera sobradamente suficiente, tiene un cuerpo superior al de cualquiera de las dos mencionadas. Si su esposa hubiera nacido en Hollywood, no sería su esposa. Sobre usted ha caído la condenada suerte de poseerla: déjese de romper las pelotas con que le dé el culo. Disfrútela. Se la chupa, le entrega su coño con un placer inenarrable. Y además, no desoye la necesaria voz de la perversión: le tira pedos en la verga y le mete el mango del cepillo en el culo, como yo bien pude atestiguar. Tome: aquí tiene las fotos. Ni siquiera las va a necesitar. Estoy seguro de que si usted le pide a su esposa que se pase el día en cuclillas sobre su cara, ella aceptará. Lo ama. Es sólo que no le gusta que le hagan el culo. De todos modos, de vez en cuando, no deje de meterle por ahí un dedo untado en vaselina: le aseguro que se lo agradecerá.
  El señor Tures reaccionó de un modo totalmente inesperado: gruesos lagrimones le caían de los ojos.
  —Estaba tan asustado... —dijo—. Temí lo peor: que ya no me quisiera.
  —Le puedo garantizar, señor Tures, que su esposa tiene cabal conciencia de lo pernicioso de la infidelidad. No la perderá por eso. Y tampoco creo que vaya a perderla por ningún otro motivo.
  —Mire esta mujer —dijo el señor Tures tomando una de las chinches de mi escritorio, pegando la foto de su esposa en el corcho que tengo para tal fin y limpiándose las lágrimas con la otra mano—. ¿Ha visto usted algo más hermoso? —Dejó un sobre repleto de dinero en el escritorio—. Su información es impagable —añadió—. ¡Saber que sigue siendo mía!
  Me levanté para guardar la plata en el bolsillo y me acerqué a mirar de cerca la foto. Era el culo de la diosa. El ano penetrado e impenetrable: una verga gruesa lo había horadado, pero no el placer. Me restaba la terrible esperanza de que yo sí pude habérselo dado; la esperanza de que mi verga enorme pero dulce, gruesa pero complaciente, podría haberle arrancados los roncos, nunca iguales, jadeos del placer anal.
  Ambos permanecimos detenidos en la contemplación de lo que más queríamos en el mundo. Respirábamos extasiados, y yo, sufriente. Al menos él, a su modo, la tenía. Descubrí que mi respiración regresaba a mí: rebotaba en la nuca del señor Tures. Absorto en la contemplación, se había acercado más de lo debido, y ahora estaba con sus nalgas altivas a un respiro de mi verga parada.
  El roce se produjo.
  Escuchamos nuestros involuntarios, apagados, gemidos a un tiempo. Con una mano contuve mi verga, la aparté de aquellas nalgas, pero el reverso de mi palma rozó las nalgas del señor Tures y su gemido se acrecentó. Vergüenza: también el mío. Saqué la mano, y el tamaño que había cobrado mi verga la dejó aprisionada entre las dos nalgas, ceñidas por el pantalón de gimnasia. Algo centelleó, y lo vi todo blanco:
  —Rápido, rápido, que ni me dé cuenta —urgió el señor Tures.
  Se había bajado el pantalón y el calzoncillo. Mi verga le olisqueaba el ano, todavía decente, aún apretada entre esos pomelos perfectos.
  —Lo que hizo usted por mí es impagable —dijo curvándose hacia mí—. Se lo merece. Pero no me humille.
  No hablé. El señor Tures se chupó una mano y sentí un gruesa capa de saliva empapándome el glande.
  —Hermosa pija, señor Mizzen —dijo Tures—. Es todo lo que pienso decir.
  Se reclinó muy poco, pero la verga ya estaba adentro.
  No tuve más remedio que tomarlo por las caderas. La verga entró hasta el fondo, que sentí viscoso.
  —Ahhhh... —exclamó el señor Tures—. Arggghhh —agregó. Y pese a su anterior advertencia, continuó hablando—: No le cuente nunca esto a nadie.
  —Nunca —prometí.
  —Ah, se me hace agua el culo. Qué placer, y qué dolor. ¿Siempre es así?
  —Las mujeres a los que se lo he hecho dicen que sí —respondí jadeando—. ¿Qué siente?
  —Que soy de alguien, que no tengo control sobre mí mismo, cosas que me avergüenza decir, y un placer absoluto. —Yo la estoy pasando muy bien —reconocí.
  Ya perdido todo el pudor, le abrí bien las nalgas para poder ver el ano penetrado. Es la imagen que prefiero en esos momentos. Luego dejo que las nalgas vuelvan a juntarse con mi verga, rodeándola, porque también me gusta ver el culo armado, con sus dos almohadones.
  —Sáquela, por favor, señor Mizzen —me pidió—. No respondo de mí.
  —Cuando sienta la leche, se recompondrá —le dije con la experiencia de quien conoce el terreno.
  —No se lo cuente nunca a nadie —volvió a suplicarme.
  —Mi boca estará tan cerrada como está cerrado ahora su culo en mi verga: como algo que se abrió una sola vez para no abrirse nunca más.
  Pero ni el señor Tures ni yo manejábamos el azar. Nicolás entró repentinamente con su termo de café al hombro.
  Pegó un grito de esposa engañada.
  El señor Tures lo miró con espanto, y por primera vez en aquel coito le vi la cara: era una mezcla del horror por ser descubierto y el placer que no terminaba de borrarse.
  —No lo puedo creer —dijo Nicolás.
  —Pero míralo —le respondí—. Aunque no lo creas, míralo. Porque me calienta.
  —¿Te la puedo chupar, aunque sea? —preguntó desesperado.
  —Ni en broma —bramé, casi a punto de descargar.
  —Chúpemela a mí —pidió el señor Tures—. Y usted apúrese, Mizzen, que no quiero que me vean así.
  —¡No se la chupes! —grité, mientras le descargaba una tonelada de leche en el orto al señor Tures.
  Sin que Nicolás pudiera acercar la boca, el señor Tures subió con toda facilidad los pantalones de gimnasia, con la leche todavía en el culo y, olvidando la foto de su mujer, marchó a la carrera.
  —Esto es un insulto —dijo con furia contenida Nicolás.
  —El último insulto —lo remedé—. Si sales de mi oficina, me haces un gran favor. No volverás a pisarla mientras yo esté aquí.
  —¿Cómo vas a impedirlo?
  —Porque no voy a venir más.
  Sin revisar los cajones, sin fijarme si olvidaba algo en el escritorio, sabiendo que llevaba el dinero en el bolsillo y echando una mirada fugaz al culo de mi amada señora Tures, salí de mi despacho por última vez. Ya se encargaría Normanda de pasar a retirar los restos, incluyendo la foto, que le pediría incinerara.
  Tenía el bolsillo lleno de dinero, la verga saciada y la cabeza clara. Llamé a Normanda y, como siempre, sin prolegómenos, le dije que por fin aceptaba su oferta de venirse a vivir conmigo.
  —Hoy a la noche empezamos —respondió.
  —No traigas el traje de serfer —dije—. Te preparé algo especial.
  —Adelántame... —pidió.
  Yo no sé resistirme a las mujeres bellas ni, por lo tanto, guardar sorpresas:
  —Te la voy a meter por el coño.
  Sentí su lúbrico gemido de asentimiento.
  —Y sin ninguna protección.
  La comunicación se interrumpió de pronto. La sorpresa la había devastado. Quizás hiciera falta un polvo más por el culo antes de comenzar esa nueva vida.