Cuento con canto libre - Claudia Korol

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La escuché por primera vez en los años 70, en peñas que animaban las noches militantes. En lugares pequeños casi siempre, como la emblemática Casa Latinoamericana donde iban cayendo después de la medianoche artistas de la Nueva Trova Latinoamericana. Todas y todos sabíamos que si se sentía cómoda, ella podía cantar toda la noche. Por eso nos acomodábamos para un trago largo, y corría el vino tinto de vaso en vaso. Fue tiempo después cuando ella se volvió la artista reconocida. En ese entonces andaba con su niño Fabián a cuestas, y con dolores de mujer sola tratando de sobrevivir. “¡Cuánto trabajo para / una mujer saber / quedarse sola y envejecer”… cantaría luego.
La Negra reinventaba el mundo con su canto. Nosotras, nosotros, descubríamos con ella horizontes y lunas. “Traigo un pueblo en mi voz” cantaba la Negra, y el pueblo cantaba en su voz y  con ella.
Llegó el golpe de estado, la dictadura. Se cerraron los lugares de encuentro. Se terminaron los festivales. La Negra formó parte de las listas de artistas prohibidos. La canción se apagaba y la vida se apagaba. La Negra fue perdiendo la voz. El país iba muriendo a su pueblo. Un día se asomó a un recital en La Plata, y a la salida detuvieron a varios jóvenes que habían asistido. Las puertas se cerraban. Los amigos le decían que se fuera de una vez. No era broma figurar en esas listas. Pero se fue y volvió todavía. El exilio la ahogaba y la enfermaba.
Un grupo de compañeros inventó la jugada. Se alquiló la sala de un teatro. Nadie dijo para qué. Se juntó el dinero. Se pagó la sala. De boca en boca corrió clandestinamente la noticia. La Negra cantaría una vez más.
Llegó el día.  Nos amontonamos en el teatro. Había compas que sacaron su entrada para estar parados. A la hora exacta, la sala estaba colmada. También los pasillos. El teatro se desbordaba. No entraba ni un alfiler.
La Negra se asomó al escenario. Un estruendo de aplausos nos sacudió, nos sorprendió, nos conmovió. Hacía ya mucho que no sentíamos ruidos fuertes que no fueran de fusiles y de gritos.
Apareció de pronto un hombre en el escenario. Tomó el micrófono. Se presentó. Era el comisario del barrio. Dijo que había una amenaza de bomba. Que deberíamos desalojar el lugar. La tensión que se levantó en el aire era insoportable. Nadie se movía de su sitio.
Comenzaron a entrar policías en la sala. Gritaban que había que desalojar. Que había una bomba. Nadie se movía de su sitio.
Alguien gritó entre la multitud: “¡La bomba es la Negra!”. Nadie se movía de su sitio.
Pero el miedo pudo más. La Negra no quería que volviera a suceder lo de La Plata. Salió del escenario flanqueada por la policía.
En la platea, en el pulman, en el superpullman, sin embargo, nadie se movía de su sitio.
Finalmente el Comisario prometió: “revisamos el teatro y luego se hace el recital”.
Presionados por la Policía que se veía en todos los rincones, fuimos saliendo del teatro y ubicándonos en la vereda de enfrente del teatro. Un cordón azul de policías marcó la frontera.
Había estado de sitio. Se supone que la gente no anda por la calle en las noches de toque de queda. Se supone que la gente no anda en grupos. Se supone que no se organizan recitales.
Parados en la vereda de enfrente, nadie se movía de su sitio. Pasó una hora, y otra. Nadie se movía. Después vimos salir a la Negra, envuelta en un tapadito. Era invierno.
No sé cómo fue que se rompió el cordón policial y la rodeamos. “La Negra no se va. La Negra canta acá. Al Colón”. Todo eso y otras cosas gritábamos, como diciendo “Abajo la dictadura”. Pero nadie lo decía. Apenas pedíamos el canto de quien traía un pueblo en su voz.
Eran tiempos de silencio, de muerte, de callar los deseos. Tan solo decíamos “la Negra no se va”. Sabíamos que después se iría del país. No estábamos dispuestos a que se fuera sin cantar una vez más.
Increíblemente sucedió lo inesperado, lo inexplicable. Se abrieron las puertas del teatro. En un silencio casi mortal, todas, todos, volvimos a nuestro sitio. Otra vez, como horas antes, no entraba ni un alfiler en la sala. Nadie decía nada. El silencio hablaba por nosotras, por nosotros.
Apareció la Negra en el escenario, envuelta con su poncho rojo. El poncho de los gauchos de Güemes, el poncho de los guerrilleros de la Independencia.
Mercedes cantó a Violeta. Como un coro que hubiera ensayado mil veces ese momento, todos y todas cantamos junto a ellas Gracias a la Vida. Llorábamos Gracias a la Vida. Gozábamos Gracias a la Vida que nos ha dado ¡tanto! Era precisamente la Vida la que estaba en cuestión cada minuto de nuestros días.
Ese día, como agradeciendo a la vida, la Negra cantó todas las canciones de la lista prohibida. Plegaria para un Labrador. Si se calla el cantor... Fueron varias horas de corear canciones que ya pensábamos silenciadas para siempre. Recuerdo muy precisamente el momento culminante en el que la Negra se volvió inmensa, gigante, y con todo el aire en los pulmones, cantó “La Carta”… Recuerdo que alguien gritó ¡Libertad!
Esa noche nos volvimos a las casas o a los aguantaderos con luces bailando en el alma. La Negra después se fue del país, y dolió nuevamente el exilio. Quienes sobrevivimos a todas las noches y a todos los días de la dictadura, la esperamos en su canto, en su voz.
Este cuento no es cuento. Es parte de la historia vivida, que quiero contarles. No fue el primero ni el último acto de resistencia. No fue el más heroico ni el más cobarde.
Fue tan solo un instante, simbólico, plagado de gestos contradictorios, que todavía me llenan de preguntas, de ausencias, de memoria. Fue un instante como una herida, como un gesto de amor desesperado.
Desde entonces no logro cantar Gracias a la Vida sin sentir un ligero temblor en el cuerpo. Será miedo, será felicidad, será nostalgia. ¡Quién sabe! Tal vez sea el tiempo de volvernos violeta en cada parra.
Cada quien sabe qué canta para dormirse y qué canta para levantarse. Yo sé que cuando todo parece imposible, cuando el horizonte se aleja, desde algún rincón de la esperanza, la Negra me canta al oído: “Levántate y mira la montaña”. Yo digo para mis adentros: “Víctor Jara ¡presente!”.  Y la Negra responde. “¡Ahora, y siempre!”. Salgo entonces a la calle, con los 30000. Y entonces sí… envuelta en un poncho de ternura, dejo la vida volar.