Japón - Billy Collins

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Hoy he pasado un rato
releyendo mi haiku favorito,
repitiendo sus diecisiete sílabas,
una tras otra.
Es algo así
como saborear una pequeña uva
-pequeña pero también perfecta-
una vez
y otra vez.
Voy de un lado a otro de la casa
leyéndolo en voz alta,
y las palabras caen,
y el aire las dispersa por las habitaciones.
Junto al silencio enorme del piano,
nuevamente lo leo.
Y lo leo otra vez frente al cuadro del mar:
su ritmo vibra dentro de una concha vacía.
Y me oigo a mí mismo mientras leo,
y entonces lo recito sin oírlo,
y entonces llego a oírlo sin leer.
Y cuando el perro alza sus ojos hacía mí,
me arrodillo en el suelo y lo susurro
en sus blancas orejas.
Es aquel viejo haiku
sobre una campana de metal,
en cuya superficie duerme una luciérnaga.
Cada vez que lo leo,
noto la insoportable presión de la luciérnaga
sobre la superficie de la inmensa campana.
Si recito el poema en la ventana,
la campana es el mundo
y yo soy la luciérnaga que se ha posado en él.
Si recito el poema en el espejo,
soy la férrea campana
y la vida es entonces la luciérnaga
de alas de papel.
Pero después,
cuando todo está a oscuras
y te recito el haiku,
la campana eres tú
y yo soy el badajo que te busca.
Y entonces la luciérnaga
parece una bisagra
que vuela alrededor de nuestro lecho.