Éxtasis - Katherine Mansfield

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          A pesar de sus treinta años, Bertha Young disfrutaba aún de instantes como éste en que quería correr en vez de caminar, bailar dando saltitos arriba y abajo en la acera, lanzar un aro, tirar algo al aire y volver a tomarlo o quedarse quieta y reírse de… nada, sencillamente de nada.
  ¿Qué puede hacer una cuando se tienen treinta años y, al doblar la esquina de tu propia calle, de pronto te quedas traspuesta por una sensación de éxtasis, ¡de absoluto éxtasis!, como si de pronto te hubieras tragado un trozo de ese último sol radiante de la tarde y éste te ardiera en el pecho, proyectando una llovizna de chispas en cada partícula, en cada uno de los dedos de las manos y de los pies…?
  Cielos, ¿es que no hay modo de que puedas expresarlo sin estar ebria o fuera de tus cabales? ¡Necia civilización! ¿Para qué nos darán un cuerpo si tenemos que encerrarlo en un estuche como a un Stradivarius?
  «No, esto del Stradivarius no es precisamente lo que quiero decir», pensó mientras corría escaleras arriba, rebuscaba las llaves dentro del bolso (las había olvidado, como siempre) y hacía ruido en el buzón.
  —No es lo que quiero decir, porque… Gracias, Mary —entró en el vestíbulo.
  —¿Ha vuelto la niñera?
  —Sí, señora.
  —¿Y ha llegado la fruta?
  —Sí, señora. Ya ha llegado todo.
  —¿Quieres por favor subir la fruta al comedor? Yo la prepararé antes de subir.
  Había tinieblas y hacía mucho frío en el comedor. Pero aun así, Bertha se quitó el abrigo; no podía soportar ni un segundo más aquel broche asfixiante. El aire frío le tocó los brazos.
  Pero en su pecho seguía ese rincón de destello radiante…, aquella llovizna de chispas proyectadas hacia afuera. Casi resultaba insoportable. Casi no se atrevía a respirar por miedo a avivarla y en cambio respiraba hondo, cada vez más hondo. Casi no se atrevía a mirar en el frío espejo…, pero miró y eso la convirtió de nuevo en mujer, una mujer radiante, con labios sonrientes y temblorosos, con grandes ojos oscuros y un aire de estar escuchando, de estar esperando que algo…, que algo maravilloso pasara…, algo que sabía que pasaría con toda seguridad.
  Mary puso la fruta en una bandeja junto con un cuenco de cristal y un plato azul, muy bonito, con un lustre muy raro por encima, como si lo hubieran metido en leche.
  —¿Quiere que encienda la luz, señora?
  —No, gracias. Aún puedo ver muy bien.
  Había mandarinas y manzanas de color rosa fresa. Unas cuantas peras amarillas, suaves como la seda, uvas blancas cubiertas de una pátina de plata y un gran racimo de uvas negras. Estas últimas las había comprado para que hicieran juego con la alfombra nueva del comedor. Sí, sonaba algo estrafalario y absurdo, pero era la verdadera razón por la que las había comprado. En la tienda había pensado: «Tengo que comprar algunas negras para que la alfombra destaque sobre la mesa». Y en aquel momento le había parecido de mucho sentido común.
  Cuando hubo terminado de colocarlas y hubo construido dos pirámides con esas formas redondas y relucientes, se apartó unos pasos de la mesa, para captar el efecto…, y la verdad es que quedaba de lo más curioso. Porque la mesa oscura parecía fundirse con la luz de las tinieblas y con el cuenco azul y quedar flotando en el aire. Era…, claro que en su actual estado de ánimo, era increíblemente maravilloso. … Se empezó a reír.
  —No, ni hablar. Me estoy poniendo histérica —y recogió el bolso, tomó el abrigo y subió corriendo escaleras arriba al cuarto del bebé.
  La niñera estaba sentada en una mesita baja dándole la cena a la Pequeña B después del baño. El bebé llevaba puesto un camisoncito de franela blanco y una chaquetita de lana azul y llevaba el fino pelito negro peinado hacia arriba en una crestita muy graciosa. Levantó los ojitos cuando vio a su madre y empezó a dar saltos.
  —Venga, cielito, cómetelo todo como una niña buena —dijo la niñera, con los labios apretados de una forma que Bertha conocía bien y que significaba que una vez más había entrado en la habitación en mal momento.
  —¿Se ha portado bien, Nanny?
  —Ha sido una delicia toda la tarde —susurró Nanny—. Fuimos al parque y yo me senté en una silla y la saqué del cochecito; se acercó un perro muy grande y me puso la cabeza en la rodilla; ella le agarró la oreja y le dio un tirón. ¡Dios santo, tenía usted que haberla visto!
  Bertha deseaba preguntar si no era muy peligroso dejarla que le agarrase la oreja a un perro desconocido. Pero no se atrevió. Se quedó mirándolas con las manos caídas a los lados, como la niña pobre delante de la niña rica con muñeca.
  El bebé volvió a levantar los ojos para mirarla, se quedó con la mirada fija en ella y después puso una sonrisa tan linda que Bertha no pudo evitar llorar.
  —Nanny, Nanny, déjeme que termine yo de darle la cena mientras usted recoge las cosas del baño.
  —Bueno, señora, no es bueno que cambie de brazos mientras come —dijo Nanny sin dejar de susurrar—. Eso la pone nerviosa; es muy probable que la haga enfadar.
  Qué absurdo era todo. ¿Para qué tener una niñita si hay que guardarla, no ya en un estuche como a un Stradivarius, pero en los brazos de otra mujer?
  —¡Lo siento, tengo que hacerlo! —dijo.
  Muy ofendida, Nanny se la puso en los brazos.
  —Ahora, no la excite después de comer. Sabe que usted lo hace, señora. ¡Y luego me hace pasar un mal rato!
  ¡Santo cielo! Nanny salió del cuarto con las toallas del baño.
  —Bueno, ahora eres toda mía, mi joyita —dijo Bertha, y la niña se acurrucó contra ella.
  Comía que era una maravilla, abriendo mucho la boca para la cuchara y zarandeando las manos. Unas veces no soltaba la cuchara, y otras, justo cuando Bertha la había llenado, la tiraba por los aires de un manotazo.
  Cuando el puré se terminó, Bertha se volvió hacia la chimenea.
  —Eres bonita… ¡eres muy bonita! —dijo besando a su bebé tan calentita—. Te tengo cariño. Me gustas.
  Y de hecho de qué manera adoraría a Pequeña B (el cuello cuando lo doblaba hacia delante, sus exquisitos dedos del pie reluciendo transparentes a la luz del fuego) que le sobrevino de nuevo la sensación de éxtasis absoluto y de nuevo no supo cómo sacarla afuera, qué hacer con ella.
  —Quieren que se ponga al teléfono —dijo Nanny, regresando victoriosa y tomando a su Pequeña B.
  Voló escaleras abajo. Era Harry.
  —Ah. ¿Eres tú, Ber? Oye. Voy a llegar tarde. Tomaré un taxi e iré para allá lo antes que pueda, pero haz que retrasen la cena diez minutos, ¿quieres?, ¿de acuerdo?
  —Sí, perfecto. ¡Ah, Harry!
  —¿Sí?
  ¿Qué tenía que decir? No tenía nada que decir. Sólo deseaba hablar con él un momento. No podía gritar de manera absurda: «¡Qué día maravilloso!».
  —¿Me querías decir algo? —dijo deprisa la vocecita.
  —Nada. Entendu —dijo Bertha, y colgó el auricular, pensando en lo rematadamente necia que era esta civilización.
  Tenían invitados a cenar. El señor Norman Knight y su esposa, una pareja de gran renombre, él a punto de abrir un teatro y ella terriblemente interesada en la decoración de interiores, un hombre joven, Eddie Warren, que acababa de publicar un librito de poemas y al que todo el mundo quería invitar a cenar, y un «descubrimiento» de Bertha llamada Pearl Fulton. Lo que hacía la señorita Fulton, Bertha no lo sabía. Se habían conocido en el club y Bertha se había fascinado con ella, como se fascinaba siempre con mujeres guapas con un halo de misterio.
  El morbo fue que aunque habían salido juntas y habían quedado muchas veces y en realidad habían hablado, Bertha no había logrado aún captarla. Hasta cierto punto, la señorita Fulton era misteriosamente, maravillosamente franca, pero el cierto punto había pasado y ella no había logrado ir más allá.
  ¿Habría algo más allá? Harry dijo: «No». Se inclinó a tacharla más bien de aburrida y «fría como todas las rubias con un toque, quizás, de anemia cerebral». Pero Bertha no estaba de acuerdo con él; aún no, de ninguna forma.
  —No, ese modo que tiene de sentarse con la cabeza un poco ladeada, y sonriendo, esconde algo, Harry, y tengo que averiguar qué es ese algo.
  —Lo más probable es que esconda un buen estómago —había respondido Harry.
  No dejaba de adelantarse a Bertha con respuestas de este tipo… «Un hígado helado, preciosa» o «simples gases» o «puede que esté enferma del riñón»… Por alguna extraña razón, a Bertha le gustaba esto, y casi lo admiraba muchísimo en él.
  Entró en el salón y encendió el fuego; después, recogiendo uno por uno los cojines que Mary había colocado con tanto cuidado, los volvió a lanzar sobre las sillas y los sofás. Aquello marcaba la diferencia: la estancia recobró la vida en un santiamén. Cuando estaba a punto de lanzar el último se sorprendió a sí misma abrazándolo de repente, apasionadamente, apasionadamente. Pero aquello no apagó la llama en su pecho. ¡Todo lo contrario!
  Los ventanales abiertos del salón daban a un balcón desde el que se divisaba el jardín. Al final de todo, contra el muro, había un peral alto y esbelto en pletórica floración; se erigía con absoluta perfección, tan plácido contra el cielo de verde jade. Bertha no pudo evitar percibir, incluso desde esta distancia, que no tenía ni un solo brote ni pétalo marchito. Debajo, en los arriates del jardín, los tulipanes rojos y amarillos, colmados de flores, parecían apoyarse en el crepúsculo. Un gato gris, arrastrando la panza, cruzaba el césped deslizándose, y uno negro, su sombra, le seguía el rastro. Mirarlos, tan absortos y tan veloces, le produjo a Bertha un curioso escalofrío.
  —¡Qué cosa más horripilante son los gatos! —balbuceó, se apartó de la ventana y empezó a andar de un lado a otro…
  Qué fuerte olían los junquillos en la sala cargada. ¿Demasiado fuerte? Oh, no. Y así, como si hubiera sido vencida, se lanzó a un sillón y se apretó los ojos con las manos.
  —¡Soy demasiado feliz, demasiado feliz! —murmuró.
  Y le pareció ver en sus párpados el precioso peral con sus flores abiertas de par en par como un símbolo de su propia vida.
  En realidad, en realidad, lo tenía todo. Harry y ella seguían tan enamorados como siempre, y continuaban juntos magníficamente bien y realmente eran buenos compañeros. Tenían un bebé adorable. No tenían que preocuparse por el dinero. Tenían esta casa ultracómoda con jardín. Y amigos, amigos modernos, emocionantes, escritores, pintores, poetas o personas interesadas por los problemas sociales: justo la clase de amigos que ellos deseaban. Y también había libros, y había música, y ella había descubierto un sastrecillo maravilloso y se iban al extranjero en verano y la nueva cocinera hacía las tortillas más exquisitas…
  —Qué absurda soy. ¡Absurda! —se incorporó; pero se sintió algo mareada, algo ebria. Debía ser primavera.
  Sí, era primavera. En ese mismo instante estaba tan cansada que no podía arrastrarse escaleras arriba para vestirse.
  Un vestido blanco, un collar de cuentas de jade, zapatos y medias verdes. No era de repente. Había pensado en este conjunto horas antes de detenerse ante la ventana del salón.
  Los pétalos le restallaron levemente al entrar en el vestíbulo. Besó a la señora de Norman Knight, que se estaba quitando el más divertido de los abrigos naranja con una procesión de monos negros que daba la vuelta al dobladillo y subía hasta las solapas.
  —¡Por qué! ¡Por qué! ¡Por qué será tan aburrida la clase media!… ¡tan absolutamente carente de sentido del humor! Querida, estoy aquí sólo de chiripa, de chiripa, y Norman es la chiripa protectora. Porque mis queridos monitos levantaron tal revuelo en el tren que éste se convirtió en un solo hombre que no hacía más que comerme con los ojos. No se reían, no lo encontraban divertido, lo cual me hubiera encantado. No, sólo se quedaban mirando y me traspasaban de arriba abajo con la mirada.
  —Pero lo máximo —dijo Norman, ajustándose en el ojo un gran monóculo con la montura de concha de tortuga—, no te importará que te cuente esto, Cara, ¿no? —(En casa y entre amigos se llamaban entre ellos Cara y Jeta)—. El colmo fue cuando ella, que ya estaba más que harta, se volvió hacia la mujer que tenía al lado y le dijo: «¿No ha visto usted nunca un mono?».
  —¡Vaya que sí! —la señora de Norman Knight se unió a la risa—. ¿No fue también aquello el colmo de los colmos?
  Y una cosa más divertida todavía era que ahora que no tenía el abrigo puesto era igualita que un mono muy inteligente que hasta había confeccionado aquel vestido de seda amarilla a partir de restos de cáscara de banana. Y sus pendientes de ámbar parecían pequeños maníes colgando.
  —Va a hacer un otoño triste, muy triste —dijo Jeta parándose delante del cochecito de Pequeña B—. Cuando un cochecito entra en el vestíbulo… —y dejó en el aire el resto del dicho.
  Sonó el timbre. Era Eddie Warren, flaco y pálido como de costumbre y en estado de extrema ansiedad.
  —¿Es ésta la casa, o no lo es? —suplicó.
  —Pues creo que sí… espero que sí —dijo Bertha vivaracha.
  —He tenido una experiencia tan espantosa con un taxista; era de lo más siniestro. No conseguí hacer que parara. Mientras más le tocaba y más le avisaba, más rápido iba. Y aquel adefesio de cabeza achatada, abrazado a aquel volante diminuto.
  Se estremeció y se quitó una larguísima bufanda de seda blanca. Bertha se percató de que sus calcetines eran blancos también, ¡qué rico!
  —¡Pero qué espanto! —exclamó ella.
  —Y tanto que lo fue —dijo Eddie siguiéndola hasta el comedor—. Ya me vi recorriendo la Eternidad en un taxi intemporal.
  Conocía a los señores de Norman Knight. De hecho, estaba a punto de componer una obra de teatro para N. K. cuando lograra terminar el proyecto de teatro.
  —Y bien, Warren, ¿cómo va la obra? —dijo Norman Knight dejando caer el monóculo y dándole su tiempo al ojo para subir a la superficie antes de volver a comprimirlo tras la lente.
  Y la señora de Norman Knight:
  —Ah, señor Warren, ¡qué calcetines tan alegres!
  —Cuánto me alegro de que le gusten —dijo él mirándose los pies—. Parece que se han vuelto mucho más blancos desde que salió la luna —y volvió su joven rostro, flaco y afligido, hacia Bertha.
  —Es que hay luna, ¿sabe?
  Ella quiso gritar: «¡Sin duda alguna… y tan a menudo, tan a menudo!».
  La verdad es que era una persona de lo más atractiva. Y también lo era Cara, acurrucada ante el fuego con sus pieles de banana; y también Jeta lo era, fumándose un cigarrillo y diciendo mientras tiraba la ceniza: «¿Por qué se demora el esposo?».
  —Ahí está, ya.
  La puerta de la calle se abrió y se cerró con un ¡pam! Harry gritó: «Hola, gente. Bajo en cinco minutos». Y lo oyeron subir corriendo las escaleras. Bertha no pudo evitar sonreír; sabía que a él le gustaba hacer las cosas a toda máquina. Después de todo, ¿qué importaban cinco minutos más? Pero él se convencía a sí mismo de que importaban más que nada en el mundo. Y luego haría una entrada triunfal en el comedor con una frialdad y una seguridad en sí mismo arrolladora.
  Harry tenía tantas ansias de vivir. Cielos, cuánto apreciaba ella eso en él. Y su pasión por luchar, por hallar en todo lo que se le pusiera por delante una prueba más de su poder y de su bravura…, también eso lo entendía. Incluso cuando lo hacía parecer, en alguna ocasión, algo ridículo quizás a ojos de otros que no lo conocían bien… porque había momentos en los que se precipitaba a la batalla donde no había batalla. Ella conversó y rió y se olvidó por completo, hasta que entró él tal y como ella lo había imaginado, de que Pearl Fulton aún no había aparecido.
  —Me pregunto si la señorita Fulton se habrá olvidado.
  —Supongo —dijo Harry—. ¿Está al teléfono?
  —¡Ah! Acaba de llegar un taxi —y Bertha sonrió con ese airecillo de dueña que siempre adoptaba mientras sus descubrimientos femeninos eran nuevos y misteriosos—. Pearl vive en los taxis.
  —Si es así acabará hecha una vaca —dijo Harry con frialdad, llamando a cenar con la campanilla—. Grave peligro para las rubias.
  —Harry, no, por favor —le advirtió Bertha mirándolo con una risotada.
  Otro momentito de nada pasó mientras esperaban, riendo y charlando, un pelín demasiado a sus anchas, un pelín demasiado inconscientes. Y entonces entró la señorita Fulton, toda de plata, con una redecilla plateada recogiéndole el pelo rubio claro, sonriendo, con la cabeza un poco ladeada.
  —¿Llego tarde?
  —No, en absoluto —dijo Bertha—. Pasa —y la tomó del brazo y entraron en el comedor.
  ¿Qué había en aquel roce de aquel brazo frío que avivara y avivara, hasta empezar a encender aquella llama del éxtasis con la que Bertha no sabía qué hacer?
  La señorita Fulton no la miró; aunque de todos modos raramente miraba a las personas cara a cara. Los pesados párpados le reposaban sobre los ojos y esa extraña media sonrisa iba y venía a sus labios como si viviera más de escuchar que de mirar. Pero Bertha supo enseguida, como si se hubieran cruzado la más prolongada e íntima mirada, como si se hubieran dicho una a otra «¿tú también?», que Pearl Fulton estaba sintiendo exactamente lo mismo que ella mientras removía la preciosa sopa roja en el plato gris.
  ¿Y los demás? Cara y Jeta, Eddie y Harry, con sus cucharas entrando y saliendo de la sopa, secándose los labios con sus servilletas, desmigando el pan, jugueteando con los tenedores y los vasos y charlando.
  —La conocí en el Show de Alpha; qué criatura más rara. No sólo se había cortado el pelo, sino que parecía como si se hubiera seccionado más que un buen trozo de brazos y piernas con las tijeras, y del cuello y también de su pobre naricita.
  —¿No está de lo más liée con Michael Oat?
  —¿El tipo que escribió Amor con dientes postizos?
  —Quiere escribir una obra de teatro para mí. Sólo un acto. Sólo un hombre. Decide suicidarse. Da todas las razones por las que debería hacerlo y por las que no. Y justo cuando ya se ha decidido por hacerlo o por no hacerlo…, telón. La idea no está nada mal.
  —¿Cómo lo va a llamar? ¿Dolor de estómago?
  —Creo haber visto alguna vez la misma idea en una revistita francesa, totalmente desconocida en Inglaterra.
  No, no la conocían. Eran encantadores, encantadores, y ella adoraba tenerlos allí, sentados a su mesa, y adoraba ofrecerles comida y vino deliciosos. ¡De hecho, deseaba decirle lo exquisitos que eran, y qué grupo más estético formaban, cómo se hacían destacar entre sí y cómo le recordaban una obra de Chéjov!
  Harry estaba disfrutando de su cena. Formaba parte de su, bueno, no exactamente de su naturaleza, y desde luego no de su talante, de su lo que quiera que fuese, hablar de las comidas y vanagloriarse de su «mórbida pasión por la carne blanca de la langosta» y por «el verde de los helados de pistacho, verdes y fríos como los párpados de las bailarinas egipcias».
  Cuando la miró y dijo: «Bertha, es un souflée absolutamente admirable», ella casi se echó a llorar como una niña de la emoción.
  Ah, ¿por qué se sentía tan tierna con todo el mundo esta noche? Todo era bueno, todo estaba bien. Todo lo que iba pasando parecía volver a llenar su rebosante copa de éxtasis.
  Y sin embargo, en el fondo de su mente seguía el peral. Ahora estaría plateado, a la luz de la luna de mi pobrecillo Eddie, plateado como la señorita Fulton, sentada allí dándole vueltas a una mandarina con aquellos dedos delgados tan pálidos que parecían irradiar luz.
  Lo que sencillamente no lograba entender, lo que era milagroso, era de qué manera había podido adivinar su estado de ánimo con tanta precisión y de forma tan instantánea. Porque ni por un momento dudó de si podía estarse equivocando, y aun así, ¿en qué se basaba?, en nada de nada.
  «Creo que esto ocurre muy, muy rara vez entre mujeres. Y nunca entre hombres», pensó Bertha. «Aunque quizá me dé alguna señal mientras preparo el café en el salón».
  Lo que quería decir con aquello no lo sabía, y lo que ocurriría después de aquello… no podía imaginárselo.
  Mientras pensaba todo esto se veía a sí misma charlando y riéndose. Tenía que hablar para sofocar su deseo de reír.
  «O río o me muero».
  Aunque al percatarse de la insignificante costumbre tan simpática de meterse algo dentro del escote, como si también allí guardara un puñadito de maní en secreto, Bertha se tuvo que enterrar las uñas en las palmas de las manos para no extralimitarse riéndose.
  Por fin se le pasó. Y:
  —Ven a ver mi cafetera nueva —dijo Bertha.
  —Sólo tenemos una cafetera nueva cada quince días —dijo Harry. Cara la tomó esta vez del brazo; la señorita Fulton ladeó la cabeza y las siguió.
  El fuego en el salón se había reducido a un rojo y chisporroteante «nido de polluelos de ave fénix», dijo Cara.
  —No enciendas la luz todavía. Es tan hermoso —y volvió a acurrucarse junto al fuego. Siempre tenía frío… «sin su chaquetita de franela roja, claro», pensó Bertha.
  En ese momento, la señorita Fulton dio la señal.
  —¿Tiene usted jardín? —dijo la voz fría y aletargada.
  Aquello fue tan exquisito por su parte que todo lo que Bertha pudo hacer fue obedecer. Atravesó la habitación, separó las cortinas y abrió aquellas ventanas tan altas.
  —¡Ahí está! —exhaló.
  Y las dos mujeres se quedaron de pie una junto a la otra mirando el esbelto árbol florecido. A pesar de estar tan quieto, parecía, como la llama de una vela, erguirse, despuntar, temblar en el aire luminoso, hacerse más y más alto mientras ellas observaban hasta tocar casi el borde de la redonda luna de plata.
  ¿Cuánto tiempo estuvieron allí? Las dos, atrapadas como quien dice en aquel círculo de luz divina, entendiéndose perfectamente entre sí, criaturas de otro mundo, y preguntándose qué hacían en éste con todo ese tesoro extasiado que les ardía en el pecho y que caía de sus cabellos y de sus manos en forma de flores de plata.
  ¿Para siempre… sólo un instante? Y había murmurado la señorita Fulton: «Sí. Exactamente eso». ¿O lo había soñado Bertha?
  Entonces encendieron la luz y Cara hizo el café y Harry dijo:
  —Mi querida señora Knight, no me pregunte por mi niña. Nunca la veo. No sentiré el más mínimo interés por ella hasta que tenga un amante —y Jeta apartó el ojo del invernadero del jardín por un instante y lo volvió a poner bajo la lente y Eddie Warren se terminó el café y soltó la taza con una cara de angustia como si en el fondo hubiera visto la araña.
  —Lo que quiero es ofrecerles un espectáculo a los jóvenes. Yo creo que Londres sencillamente está atiborrado de obras noveles, aun sin escribir. Lo que quiero decirles es: «Aquí tienen el teatro. Abran fuego».
  —No sé si sabrás, querida, que voy a decorar una habitación para los Jacob Nathans. Ah, cuánto me tienta hacer un diseño de pescado frito, como los respaldos de los sillones en forma de sartenes y las cortinas de preciosas papas fritas bordadas.
  —El problema con nuestros jóvenes escritores es que son todavía demasiado románticos. Uno no puede hacerse a la mar sin marearse y pedir una palangana. En fin, ¿por qué no tendrán la valentía de usar palanganas?
  —Un poema espantoso sobre una muchacha que fue violada por un pordiosero sin nariz en un bosquecillo…
  La señorita Fulton se hundió en el sillón más bajo y más hondo y Harry repartió cigarrillos.
  Por el modo en que se quedó parado delante de ella agitando la caja plateada y diciendo con brusquedad: «¿Egipcio? ¿Turco? ¿De Virginia? Están todos mezclados», Bertha se dio cuenta de que Pearl no sólo lo aburría; realmente le desagradaba. Y decidió, por el modo en que la señorita Fulton dijo: «No gracias, no fumaré», que también ella sentía lo mismo hacia él, y se sintió herida.
  «Cielos, Harry, que no te desagrade. Estás completamente equivocado con ella. Es maravillosa, maravillosa. Y además, cómo puedes sentir algo tan distinto por alguien que significa tantísimo para mí. Intentaré contarte esta noche cuando estemos en la cama lo que ha ocurrido. Lo que ella y yo hemos compartido».
  Al oírse esas palabras algo extraño y casi aterrador hizo diana en la mente de Bertha. Y este algo ciego y sonriente le dijo muy bajito: «Pronto se irá toda esta gente. La casa quedará tranquila, muy tranquila. Se apagarán las luces. Y tú y él estarán juntos, solos en la habitación oscura, en la cálida cama…».
  Se levantó de un salto de la silla y corrió al piano.
  —¡Qué pena que no toque nadie! —exclamó—. ¡Qué pena que no toque nadie!
  Por primera vez en su vida, Bertha Young deseaba a su marido.
  Sí, lo había amado, había estado enamorada de él, claro, de otra manera, la que fuera, pero exactamente de esta manera, no. Y lo mismo, había visto con claridad que él era diferente. Lo habían hablado tan a menudo. Le había preocupado tantísimo al principio descubrir que era tan frígida, pero pasado un tiempo aquello parecía no importar. Eran tan sinceros el uno con el otro, tan buenos compañeros. Eso era lo mejor de ser modernos.
  Aunque ahora… ¡Ardorosamente! ¡Ardorosamente! ¡La palabra dolía en su ardoroso cuerpo! ¿Era a esto a lo que aquel sentimiento de éxtasis la había estado conduciendo? Pero de pronto, de pronto…
  —Querida —dijo la señora de Norman Knight—, ya conoces nuestra lacra. Somos víctimas de los horarios y de los trenes. Vivimos en Hampstead. Ha sido maravilloso.
  —Los acompañaré al vestíbulo —dijo Bertha—. Me ha encantado tenerlos aquí. Pero no deben perder el último tren. ¿No sería horrible?
  —¿Tomas un whisky, Knight, antes de irte? —preguntó Harry.
  —No, gracias, amigo mío.
  Bertha le dio la mano con un buen apretón por aquello.
  —Buenas noches, adiós —gritó desde el último escalón de arriba, sintiendo que aquel yo secreto se libraba de ellos para siempre.
  Cuando volvió a entrar en el salón, los demás se estaban marchando.
  —… Entonces puedes venir parte del recorrido en mi taxi.
  —Le agradezco tanto no tener que enfrentarme a otro recorrido yo solo después de mi espantosa experiencia.
  —Pueden conseguir un taxi en la parada que está justo al final de la calle. No tendrán que caminar más de algunas yardas.
  —Eso me tranquiliza. Iré a ponerme mi abrigo.
  La señorita Fulton se fue hacia el vestíbulo y Bertha la estaba siguiendo cuando Harry casi la tiró al adelantarla.
  —Permítame que la ayude.
  Bertha vio que se sentía arrepentido de su rudeza; lo dejó pasar. Qué maravilla de hombre era en algunas cosas: ¡tan impulsivo!, ¡tan sencillo!
  Y los dejaron a Eddie y a ella junto al fuego de la chimenea.
  —Me pregunto si has visto el nuevo poema de Bilks titulado «Table d’Hôte» —dijo Eddie con voz suave—. Es tan maravilloso. En la última antología. ¿Tienes un ejemplar? Me gustaría tanto enseñártelo. Empieza con un verso increíblemente hermoso: «¿Por qué debe ser siempre sopa de tomate?».
  —Sí —dijo Bertha. Y se fue sigilosamente a una mesa frente a la puerta del salón y Eddie se deslizó sigilosamente tras ella. Ella tomó el librito y se lo dio; no habían hecho el menor ruido.
  Mientras él buscaba el poema, ella volvió la cabeza hacia el vestíbulo. Y vio… Harry estaba con el abrigo de la señorita Fulton en sus brazos y la señorita Fulton dándole la espalda y cabizbaja. Tiró el abrigo, le puso las manos en los hombros y la giró hacia él violentamente. Sus labios dijeron: «Te adoro», y la señorita Fulton le puso sus dedos de claro de luna en las mejillas y le sonrió con su sonrisa aletargada. Las aletas de la nariz de Harry temblaban; los labios se le encogieron en una horrible sonrisa al musitarle: «Mañana», y la señorita Fulton dijo con los párpados: «Sí».
  —Aquí está —dijo Eddie—. «¿Por qué debe ser siempre sopa de tomate?». Es tan profundamente verdadero, ¿no te parece? La sopa de tomate es tan espantosamente eterna.
  —Si lo prefieres —dijo la voz de Harry, muy alto, desde el vestíbulo—, puedo pedir que venga un taxi hasta la puerta.
  —No, no. No es necesario —dijo la señorita Fulton y fue hasta donde estaba Bertha y le tendió sus delgados dedos.
  —Adiós. Muchísimas gracias.
  —Adiós —dijo Bertha.
  La señorita Fulton le sostuvo la mano un momento más.
  —¡Su precioso peral! —murmuró.
  Y después se había ido, con Eddie detrás, como el gato negro que sigue al gato gris.
  —Yo cerraré todo —dijo Harry, con una frialdad y una seguridad en sí mismo arrolladora.
  «¡Su precioso peral, peral, peral!», Bertha sencillamente corrió a las ventanas altas.
  —Ah, ¿qué va a pasar ahora? —exclamó.
  Pero el peral estaba tan hermoso como siempre y tan repleto de flores e igual de quieto.
  

En Relatos breves,
  Madrid, Cátedra, 1991.
  Traducción de Juana Teresa Guerra de la Torre