La peluca - Brady Udall

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Mi hijo, de ocho años, ha encontrado una peluca esta mañana en el contenedor de basura. Cuando he entrado en la cocina, muy irritado porque no conseguía hacer un nudo decente en mi corbata verde con estampado de cachemira, me lo he encontrado sentado a la mesa, comiendo cereales y leyendo las tiras cómicas del periódico con aquello encajado en la cabeza como si se tratara de un casco de fútbol americano. La peluca era una sucia mata de pelo rubio rizado, del tipo que uno esperaría ver en una prostituta o en alguien que estuviera intentando imitar a Marilyn Monroe.

Le he preguntado de dónde la había sacado y me lo ha dicho, con la boca llena de cereales. Cuando le he indicado que no debía ponerse las cosas que encontraba en la basura, simplemente ha seguido comiendo y leyendo como si no me hubiera oído. Quería que se quitara aquella peluca, pero no me veía capaz de pedírselo. Me he olvidado de la corbata y del trabajo y he observado por la ventana cómo una neblina descendía lentamente sobre la calle. He empezado a andar con nerviosismo del salón a la cocina y de la cocina al salón, esforzándome por no mirar a mi hijo, que seguía ignorándome. Podía oírle masticar cereales y pasar las páginas. Había una imagen —o un recuerdo, real o imaginado— que no podía quitarme de la cabeza. La primavera pasada, antes del accidente, mi mujer estaba sentada en la silla en la que ahora se sienta mi hijo siempre. Estaba leyendo el periódico, para ver qué tal lo habían hecho los Blackhawks la noche anterior, y su pelo, despeinado todavía por el sueño, era apenas un poco más largo y un poco más oscuro que el de la peluca de mi hijo.

Me preguntaba si él tenía una imagen similar en su cabeza, en el caso de que tuviera alguna. Me he quedado mirándolo hasta que por fin ha levantado la vista, pero no había expresión alguna en su rostro. Después ha vuelto a centrar su atención en las viñetas. He rodeado la mesa, lo he levantado y lo he abrazado. He hundido la nariz en la peluca, creo que con la esperanza de aspirar una fresca fragancia a champú, pero en su lugar he encontrado un olor a lechuga rancia. Supongo que a esas alturas ya no importaba demasiado. Mi hijo ha puesto sus brazos suaves alrededor de mi cuello y, durante lo que han sido quizá unos pocos segundos, hemos vuelto a estar juntos, los tres.